13 de julio de 2009

Luna Nueva - Epílogo: El Tratado

Casi todo había vuelto a la normalidad —a la normalidad previa al estado zombi— en menos tiempo de lo que yo hubiera creído posible. El hospital acogió a Carlisle con los brazos abiertos sin disimular su alegría por el hecho de que Esme no se hubiera adaptado a la vida en Los Ángeles. Alice y Edward estaban en mejor situación que yo para graduarse por culpa del examen de Cálculo que me había perdido mientras estuve en el extranjero. De repente, la facultad se convirtió en una prioridad —la universidad seguía siendo el plan B, por si acaso la oferta de Edward me hacía cambiar de idea respecto a la opción de Carlisle después de mi graduación—. Había dejado pasar los plazos de admisión de muchas universidades, pero Edward me traía todos los días más solicitudes para rellenar. Él ya había estudiado todo lo que deseaba en Harvard así que no parecía molestarle que, gracias a mi tendencia a dejarlo todo para el último día, ambos termináramos el año próximo en el Península Community College.
Charlie no estaba muy satisfecho conmigo y tampoco hablaba con Edward, pero al menos permitió que él pudiera volver a entrar en casa en las horas de visita predeterminadas. Mi padre me castigó a quedarme sin salir.
Las únicas excepciones eran el instituto y el trabajo. En los últimos tiempos, por extraño que pudiera parecer, las paredes deprimentes de mis clases, de color amarillo mate, empezaron a parecerme acogedoras, y eso tenía mucho que ver con la persona que se sentaba junto a mí.
Edward había retomado su matrícula de principios de ese año, de modo que volvió de nuevo a mis clases. Mi comportamiento había sido tan terrible el último otoño, después del supuesto traslado de los Cullen a Los Ángeles, que el asiento contiguo había permanecido vacante. Incluso Mike, siempre dispuesto a aprovechar las ventajas, había mantenido una distancia segura. Con Edward ocupando nuevamente su lugar, parecía como si los últimos ocho meses hubieran quedado simplemente en una molesta pesadilla...
... pero no del todo. Quedaba aún la cuestión del arresto domiciliario, por citar un ejemplo y, por poner otro, Jacob Black y yo no habíamos sido buenos amigos antes del otoño. Así que, claro, entonces no lo habría echado de menos.
No tenía libertad de movimientos para ir a La Push y Jacob no venía a verme, ni siquiera se dignaba a contestar mis llamadas.
Le telefoneaba sobre todo por la noche, después de que, puntualmente a las nueve, un resuelto Charlie echara a Edward —con gran satisfacción—, y antes de que éste regresara a hurtadillas por la ventana en cuanto mi padre se dormía. Escogía este momento para hacer mis llamadas infructuosas porque me había dado cuenta de que Edward ponía mala cara cada vez que mencionaba el nombre de Jacob. Un gesto que estaba entre la desaprobación y la cautela... o quizás incluso el enfado. Yo suponía que estaba relacionado con algún prejuicio recíproco contra los hombres lobo, aunque no se mostraba tan explícito como lo había sido Jacob respecto a los «chupasangres».
Por eso, procuraba no mencionar demasiado el nombre de Jacob en presencia de Edward.
Era difícil sentirme desdichada teniendo a Edward a mi lado, incluso aunque mi antiguo mejor amigo probablemente fuera bastante infeliz en esos momentos por mi causa. Cada vez que me acordaba de Jake me sentía culpable por no pensar más en él.
El cuento de hadas continuaba. El príncipe había regresado y se había roto el maleficio. No estaba segura exactamente de qué hacer con el personaje restante, el cabo suelto. ¿Dónde estaba su «feliz para siempre»?
Las semanas transcurrieron sin que Jacob quisiera responder a mis llamadas. Esto empezó a convertirse en una preocupación constante. Era como si llevara un grifo goteando pegado a la parte posterior de mi cabeza que no podía cerrar ni ignorar. Gota, gota, gota. Jacob, Jacob, Jacob.
Así que, aunque yo no mencionara mucho a Jacob, algunas veces mi frustración y mi ansiedad explotaban. Un sábado por la tarde, cuando Edward me recogió a la salida del trabajo, me desahogué:
—¡Es una verdadera falta de educación! —enfadarse por algo es más fácil que sentirse culpable—. ¡Estuvo de lo más grosero!
Había cambiado el horario de las llamadas con la esperanza de obtener una respuesta diferente. En aquella ocasión, había telefoneado a Jake desde el trabajo sólo para encontrarme con que había contestado Billy, poco dispuesto a cooperar. Otra vez.
—Billy me dijo que él no quería hablar conmigo —estaba que echaba humo, mirando cómo la lluvia se filtraba por la ventana del copiloto—. ¡Que estaba allí y que no estaba dispuesto a dar tres pasos para ponerse al teléfono! Normalmente, Billy se limita a decir que está fuera, ocupado, durmiendo o algo por el estilo. Quiero decir, no es como si yo no supiera que me miente, pero al menos era una forma educada de manejar la situación. Sospecho que ahora Billy también me odia. ¡No es justo!
—No es por ti, Bella —repuso Edward con calma—. A ti nadie te odia.
—Pues así es como me siento —mascullé, cruzando los brazos sobre el pecho. No era nada más que un gesto de terquedad. Ya no había allí ningún agujero, apenas podía recordar esa sensación de vacío.
—Jacob sabe que hemos vuelto y estoy seguro de que tiene claro que estoy contigo —dijo Edward—. No se acercará a donde yo esté. La enemistad está profundamente arraigada.
—Eso es estúpido. Sabe que tú no eres... como los otros vampiros.
—Aun así, hay buenas razones para mantener una distancia razonable.
Miré por el parabrisas con gesto ausente sin ver otra cosa que el rostro de Jacob, que llevaba puesta la máscara de la amargura que yo tanto odiaba.
—Bella, somos lo que somos —repuso Edward con serenidad—. Yo me siento capaz de controlarme, pero dudo que él lo consiga. Es muy joven. Lo más probable es que un encuentro degenerase en lucha y no sé si podría pararlo antes de m... —de pronto, enmudeció; luego, continuó con rapidez—: Antes de que le hiriera. Y tú serías desdichada. No quiero que ocurra eso.
Recordé lo que Jacob había dicho en la cocina, y oí sus palabras con total exactitud, con su voz ronca. No estoy seguro de mantenerme siempre lo bastante sereno como para poder manejar la situación. No creo que te hiciera demasiado feliz que matara a tu amiga. Pero aquella vez había sido capaz de conservar la serenidad...
—Edward Cullen —mascullé—. ¿Has estado a punto de decir «matarle»? ¿Era eso?
Él miró hacia otro lado, con la vista fija en la lluvia. Frente a nosotros, se puso en verde el semáforo cuya presencia no había advertido mientras brillaba la luz roja. Arrancó de nuevo y condujo muy despacio. No era su manera habitual de conducir.
—Yo intentaría... con mucho esfuerzo... no hacerlo —dijo al fin Edward.
Le miré fijamente con la boca abierta, pero él continuó con la vista al frente. Nos habíamos detenido delante de la señal de stop de la esquina.
De pronto, recordé la suerte que había corrido Paris al regreso de Romeo. Las acotaciones de la obra son simples. Luchan. Paris cae.
Pero eso era ridículo. Imposible.
—Bueno —contesté y respiré hondo mientras sacudía la cabeza para ahuyentar las palabras de mi mente—, eso no va a ocurrir jamás, así que no hay de qué preocuparse. Y sabes que en estos momentos Charlie estará mirando el reloj. Será mejor que me lleves a casa antes de que me busque más problemas por retrasarme.
Volví la cara hacia él, sonriendo con cierta desgana.
Mi corazón palpitaba fuerte y saludable en mi pecho, en su sitio de siempre, cada vez que contemplaba su rostro, ese rostro perfecto hasta lo imposible. Esta vez, el latido se aceleró más allá de su habitual ritmo enloquecido. Reconocí la expresión de su rostro; era la que le hacía parecerse a una estatua.
—Creo que ahora tienes algunos problemas más, Bella —susurró sin mover los labios.
Me deslicé a su lado, más cerca, y me aferré a su brazo mientras seguía el curso de su mirada para ver lo mismo que él. No sé qué esperaba encontrar, quizás a Victoria de pie en mitad de la calle, con su encendido cabello rojo revoloteando al viento, o una línea de largas capas negras... o una manada de licántropos hostiles, pero no vi nada en absoluto.
—¿Qué? ¿Qué es?
Respiró hondo.
—Charlie...
—¿Mi padre? —chillé.
Entonces, él bajó la mirada hacia mí, y su expresión era lo bastante tranquila como para mitigar un poco mi pánico.
—No es probable que Charlie vaya a matarte, pero se lo está pensando —me dijo. Condujo de nuevo calle abajo, pero pasó de largo frente a la casa y aparcó junto al confín del bosque.
—¿Qué he hecho ahora? —jadeé.
Edward lanzó otra mirada hacia la casa. Le imité, y entonces me di cuenta por vez primera del vehículo que estaba aparcado en la entrada, al lado del coche patrulla. Era imposible no verlo con ese rojo tan brillante. Era mi moto, exhibiéndose descaradamente en la entrada.
Edward había dicho que Charlie se estaba pensando lo de matarme; por tanto, mi padre ya debía de saber que era mía. Sólo había una persona que pudiera estar detrás de semejante traición.
—¡No! —jadeé—. ¿Por qué? ¿Por qué iba a hacerme Jacob una cosa así? Su traición me traspasó como una estocada. Había confiado en Jacob de forma implícita, le había contado todos mis secretos por pequeños que fueran. Se suponía que él era mi puerto seguro, la persona en la que siempre podría confiar. Las cosas estaban más tensas ahora, sin duda, pero jamás pensé que esto hubiera afectado a los cimientos de nuestra amistad. ¡Nunca pensé que eso pudiera cambiar!
¿Qué le había hecho para merecerme eso? Charlie se iba a enfadar muchísimo, y peor aún, iba a sentirse herido y preocupado. ¿Es que no tenía bastante con todo lo que había ocurrido ya? Nunca hubiera imaginado que Jake fuera tan mezquino, tan abiertamente miserable. Lágrimas ardientes brotaron de mis ojos, pero no eran lágrimas de tristeza. Me había traicionado. De pronto, me sentí tan furiosa que la cabeza me latía como si me fuera a explotar.
—¿Está todavía por aquí? —farfullé.
—Sí. Nos está esperando allí —me dijo Edward, señalando con la barbilla el camino estrecho que dividía en dos la franja oscura de árboles.
Salté del coche y me lancé en dirección a los árboles con las manos ya cerradas en puños, preparadas para el primer golpe.
Edward me agarró por la cintura antes de que hollara el camino.
¿Por qué tenía que ser siempre mucho más rápido que yo?
—¡Suéltame! ¡Voy a matarle! ¡Traidor! —grité el adjetivo para que llegara hasta los árboles.
—Charlie te va a oír —me avisó Edward—, y va a tapiar la puerta una vez que te tenga dentro.
Volví el rostro de forma instintiva hacia la casa y me pareció que lo único que podía ver era la rutilante moto roja. Lo veía todo rojo. La cabeza me latió otra vez.
—Déjame que le atice una vez, sólo una, y luego ya veré cómo me las apaño con Charlie —luché en vano para zafarme.
—Jacob Black quiere verme a mí. Por eso sigue aquí.
Aquello me frenó en seco y me quitó las ganas de pelear por completo. Se me quedaron las manos flojas. Luchan. Paris cae.
Estaba furiosa, pero no tanto.
—¿Para hablar? —pregunté.
—Más o menos.
—¿Cuánto más? —me tembló la voz.
Edward me apartó cariñosamente el pelo de la cara.
—No te preocupes, no ha venido aquí para luchar conmigo, sino en calidad de... portavoz de la manada.
—Oh.
Edward miró otra vez hacia la casa; después, apretó el brazo alrededor de mi cintura y me empujó hacia los árboles.
—Tenemos que darnos prisa. Charlie se está impacientando.
No hubo necesidad de ir muy lejos; Jacob nos esperaba en el camino, un poco más arriba. Se había acomodado contra el tronco de un árbol cubierto de musgo mientras esperaba, con el rostro duro y amargado, exactamente del modo en que yo sabía que estaría. Me miró primero a mí y luego a Edward. Su boca se torció en una mueca burlona y se separó del árbol. Se irguió sobre los talones de sus pies descalzos, inclinándose ligeramente hacia delante con sus manos temblorosas convertidas en puños. Parecía todavía más grande que la última vez que le había visto. Aunque fuera casi imposible de creer, seguía creciendo. Le habría sacado una cabeza a Edward si hubieran estado uno junto al otro.
Pero Edward se paró tan pronto como le vimos, dejando un espacio amplio entre él y nosotros, y ladeó el cuerpo al tiempo que me empujaba hacia atrás, de modo que me cubría. Me incliné hacia un lado para observar fijamente a Jacob y poder acusarle con la mirada.
Pensaba que iba a enfadarme aún más al ver su expresión cínica y resentida, pero, en vez de eso, contemplarle me recordó la última vez que le había visto, con lágrimas en los ojos. Mi furia se debilitó y flaqueó conforme le miraba. Había pasado tanto tiempo desde aquella ocasión que me repateaba que el reencuentro tuviera que ser de este modo.
—Bella —dijo él a modo de saludo, asintiendo una vez en mi dirección sin apartar los ojos de Edward.
—¿Por qué? —susurré, intentando ocultar el sonido del nudo de mi garganta—. ¿Cómo has podido hacerme esto, Jacob?
La mueca burlona se desvaneció, pero su rostro continuó duro y rígido.
—Ha sido por tu bien.
—¿Y qué se supone que significa eso? ¿Quieres que Charlie me estrangule? ¿O quieres que le dé un ataque al corazón como a Harry? No importa lo furioso que estés conmigo, ¿cómo le has podido hacer esto a él?
Jacob hizo un gesto de dolor y sus cejas se juntaron, pero no contestó.
—No ha pretendido herir a nadie —murmuró Edward, explicando aquello que Jacob no estaba dispuesto a decir—, sólo quería que no pudieras salir de casa para que no estuvieras conmigo.
Sus ojos relampaguearon de odio mientras miraba de nuevo a Edward.
—¡Ay, Jake! ¡Ya estoy castigada! ¿Por qué te crees que no he ido a La Push para patearte el culo por no ponerte al teléfono?
Los ojos de Jacob relumbraron de vuelta hacia mí, confundido por primera vez.
—¿Era por eso? —inquirió, y luego apretó las mandíbulas como si le sentara mal haber preguntado.
—Creía que era yo quien te lo impedía, no Charlie —volvió a explicarme Edward.
—Para ya —le interrumpió Jacob.
Edward no contestó.
Jacob se estremeció una vez y después apretó los dientes tanto como los puños.
—Bella no había exagerado acerca de tus... habilidades —dijo entre dientes—. Así que ya debes de saber por qué estoy aquí.
—Sí —asintió Edward con voz tranquila—, pero quiero decirte algo antes de que empieces.
Jacob esperó, cerrando y abriendo las manos de forma compulsiva mientras intentaba controlar los temblores que corrían por sus brazos.
—Gracias —continuó Edward, y su voz vibró con la profundidad de su sinceridad—. Jamás seré capaz de agradecértelo lo suficiente. Estaré en deuda contigo el resto de mi... existencia.
Jacob le miró fijamente sin comprender, y sus temblores se tranquilizaron por la sorpresa. Intercambió una rápida mirada conmigo, pero mi rostro mostraba el mismo desconcierto que el suyo.
—Gracias por mantener a Bella viva —aclaró Edward con voz ronca, llena de intensidad—. Cuando yo... no lo hice.
—Edward... —empecé a hablar, pero él levantó una mano, con los ojos fijos en Jacob.
La comprensión recorrió el rostro de Jacob antes de que volviera a ocultarla detrás de la máscara de insensibilidad.
—No lo hice por ti.
—Me consta, pero eso no significa que me sienta menos agradecido. Pensé que deberías saberlo. Si hay algo que esté en mi mano hacer por ti...
Jacob alzó una ceja negra.
Edward negó con la cabeza.
—Eso no está en mis manos.
—¿En las de quién, pues? —gruñó Jacob.
Edward dirigió la mirada hasta donde yo estaba.
—En las suyas. Aprendo rápido, Jacob Black, y no cometeré el mismo error dos veces. Voy a quedarme aquí hasta que ella me diga que me marche.
Me sumergí por un momento en la luz dorada de sus ojos. No era difícil entender la parte que me había perdido de la conversación. Lo único que Jacob podría querer de Edward sería que se fuera.
—Nunca —susurré, todavía inmersa en sus ojos.
Jacob hizo un sonido como si se atragantara.
Con renuencia, me solté de la mirada de Edward para fruncirle el ceño a Jacob.
—¿Hay algo más que necesites, Jacob? ¿deseabas meterme en problemas? Misión cumplida. Charlie quizás me mande a un internado militar, pero eso no me alejará de Edward. Nada lo conseguirá. ¿Qué más quieres?
Jacob siguió clavando la mirada en Edward.
—Sólo me falta recordar a tus amigos chupasangres unos cuantos puntos clave del tratado que cerraron. Ese tratado es la única cosa que me impide que le abra la garganta aquí y ahora.
—No los hemos olvidado —dijo Edward justo en el mismo momento que yo preguntaba:
—¿Qué puntos clave?
Jacob seguía fulminando con la mirada a Edward, pero me contestó.
—El tratado es bastante específico. La tregua se acaba si cualquiera de vosotros muerde a un humano. Morder, no matar —remarcó. Finalmente, me miró. Sus ojos eran fríos.
Sólo me llevó un segundo comprender la distinción, y entonces mi rostro se volvió tan frío como el suyo.
—Eso no es asunto tuyo.
—Maldita sea si no... —fue todo lo que consiguió mascullar.
No esperaba que mis palabras precipitadas provocaran una respuesta tan fuerte. A pesar del aviso que venía a transmitir, él seguro que no lo sabía. Debió de pensar que la advertencia era una mera precaución. No se había dado cuenta, o quizá no había querido creer, que yo ya había adoptado una decisión, que realmente intentaba convertirme en un miembro de la familia Cullen.
Mi respuesta empujó a Jacob a casi revolverse entre convulsiones. Presionó los puños contra sus sienes, cerró los ojos con fuerza y se dobló sobre sí mismo en un intento de controlar los espasmos. Su rostro adquirió un tono verde amarillento debajo de la tez cobriza.
—¿Jake? ¿Estás bien? —pregunté llena de ansiedad.
Di medio paso en su dirección, pero Edward me retuvo y me obligó a situarme detrás de su propio cuerpo.
—¡Ten cuidado! ¡Ha perdido el control! —me avisó.
Pero Jacob casi había conseguido recobrarse otra vez; sólo sus brazos continuaban temblando. Miró a Edward con una cara llena de odio puro.
—¡Arg! Yo nunca le haría daño a ella.
Ni Edward ni yo nos perdimos la inflexión ni la acusación que contenían sus palabras. Un siseo bajo se escapó de entre los labios de Edward y Jacob cerró sus puños en respuesta.
—¡BELLA! —el rugido de Charlie venía de la dirección de la casa—. ¡ENTRA AHORA MISMO!
Todos nos quedamos helados y a la escucha en el silencio que siguió.
Yo fui la primera en hablar; mi voz temblaba.
—Mierda.
La expresión furiosa de Jacob flaqueó.
—Siento mucho esto —murmuró—. Tenía que hacer lo que pudiera... Tenía que intentarlo.
—Gracias —el temblor de mi voz arruinó el efecto del sarcasmo. Miré hacia el camino, casi esperando ver aparecer a Charlie embistiendo contra los helechos mojados como un toro enfurecido. En ese escenario, seguramente yo sería la bandera roja.
—Sólo una cosa más —me dijo Edward, y después miró a Jacob—. No hemos encontrado rastro alguno de Victoria a nuestro lado de la línea, ¿y vosotros?
Supo la respuesta tan pronto como Jacob la pensó, pero éste contestó de todos modos.
—La última vez fue cuando Bella estuvo... fuera. Le dejamos creer que había conseguido infiltrarse para estrechar el cerco, y estábamos preparados para emboscarla...
Un escalofrío helado me recorrió la columna.
—Pero entonces salió disparada, como un murciélago escapando del infierno. Por lo que nosotros creemos, captó tu olor y eso la sacó del apuro. No ha aparecido por nuestras tierras desde entonces.
Edward asintió.
—Cuando ella regrese, no es ya problema vuestro. Nosotros...
—Mató en nuestro territorio —masculló Jacob—. ¡Es nuestra!
—No... —empecé a protestar dirigiéndome a los dos.
—¡BELLA! ¡VEO EL COCHE DE EDWARD Y SÉ QUE ESTÁS AHÍ FUERA! ¡SI NO ENTRAS EN CASA EN UN MINUTO...! —Charlie ni siquiera se molestó en completar su amenaza.
—Vámonos —me instó Edward.
Miré atrás hacia Jacob, con el corazón dividido. ¿Volvería a verle otra vez?
—Lo siento —susurró él tan bajo que tuve que leerle los labios para entenderlo—. Adiós, Bella.
—Lo prometiste —le recordé con desesperación—. Prometiste que siempre seríamos amigos, ¿de acuerdo?
Jacob sacudió la cabeza lentamente, y el nudo de mi garganta casi me estranguló.
—Ya sabes que intenté mantener esa promesa, pero... no veo cómo va a ser posible. No ahora... —luchó para no mover su dura máscara de lugar, pero ésta vaciló y después desapareció—. Te echaré de menos —articuló con los labios. Una de sus manos se alzó hacia mí con los dedos extendidos, como si deseara que fueran lo suficientemente largos para cruzar la distancia entre los dos.
—Yo también —contesté ahogada por la emoción. Mi mano también se alzó hacia la suya a través del amplio espacio.
Como si estuviéramos conectados, el eco de su dolor se retorció dentro de mí. Su dolor, mi dolor.
—Jake...
Di un paso hacia él. Quería pasar mis brazos por su cintura y borrar esa expresión de sufrimiento de su rostro. Edward me empujó hacia atrás de nuevo, sujetándome más que defendiéndome con los brazos.
—Todo va bien —le prometí, y alcé la vista para leer su rostro con la verdad en mis ojos. Supuse que él lo entendería.
Pero sus ojos eran inescrutables y su rostro inexpresivo. Frío.
—No, no va bien.
—Suéltala —rugió Jacob, furioso otra vez—. ¡Ella quiere que la sueltes!
Dio dos zancadas hacia delante. Un destello llameó en sus ojos en anticipación a la lucha. Su pecho pareció ondularse cuando se estremeció.
Edward volvió a empujarme detrás de él y se dio la vuelta para encarar a Jacob.
—¡No! ¡Edward...!
—¡ISABELLA SWAN!
—¡Vámonos! ¡Charlie está como loco! —mi voz estaba llena de pánico, pero ahora no por Charlie—. ¡Date prisa!
Tiré de él y se relajó un poco. Me empujó hacia atrás lentamente. Mientras nos retirábamos, no perdió de vista a Jacob...
... que nos miró con el oscuro ceño fruncido en su rostro amargo. La expectativa de la lucha desapareció de sus ojos y entonces, justo antes de que el bosque se interpusiera entre nosotros, su cara se contrajo llena de pena.
Supe que este último atisbo de su rostro me perseguiría hasta que volviera a verle sonreír.
Y justo allí me juré que volvería a contemplar su sonrisa, y pronto. Encontraría la manera de que continuara siendo mi amigo.
Edward mantuvo su brazo ceñido a mi cintura, conservándome cerca de él. Esto fue lo único que impidió que rompiera a llorar.
Tenía varios problemas realmente serios.
Mi mejor amigo me contaba entre sus peores enemigos.
Victoria seguía suelta, poniendo a toda la gente que amaba en peligro.
Los Vulturis me matarían si no me convertía pronto en vampiro.
Y ahora parecía que si lo hacía, los licántropos quileutes tratarían de hacer el trabajo por su cuenta, además de intentar matar a mi futura familia. No creo que tuvieran ninguna oportunidad en realidad, pero ¿terminaría mi mejor amigo muerto en el intento?
Eran problemas muy, muy serios. Así que ¿por qué me parecieron todos repentinamente insignificantes cuando salimos de detrás del último de los árboles y vi la expresión del rostro purpúreo de Charlie?
Edward me dio un apretón suave.
—Estoy aquí.
Respiré hondo.
Eso era cierto. Edward estaba allí, rodeándome con sus brazos.
Podría enfrentarme a cualquier cosa mientras eso no cambiara.
Cuadré los hombros y fui a enfrentarme con mi suerte, llevando al lado al hombre de mis sueños en carne y hueso.

Luna Nueva - Capítulo 23: La Votacion

No estaba complacido, eso saltaba a la vista sólo con mirarle a la cara, pero me tomó en brazos sin discutir más y saltó ágilmente desde mi ventana para aterrizar en el más absoluto silencio, como un gato. Había más altura de la que pensaba.
—Entonces de acuerdo —dijo con una voz rabiosa que expresaba su desaprobación—. Sube.
Me ayudó a encaramarme a su espalda y echó a correr. Me pareció algo habitual incluso después de haber transcurrido tanto tiempo. Resultaba fácil. Evidentemente, era algo que nunca se olvidaba, como ir en bici.
Mientras él atravesaba el bosque corriendo, con la respiración lenta y acompasada, todo permaneció en calma y a oscuras, tanto que apenas veíamos los árboles cuando pasábamos como un bólido delante de ellos. Sólo el azote del viento en el rostro daba verdadera medida de la velocidad a la que íbamos. El aire era húmedo y no me quemaba los ojos como lo había hecho en la gran plaza, lo cual suponía un alivio. La negrura me parecía conocida y protectora, igual que el grueso edredón debajo del cual jugaba de niña.
Me acordé de cómo solían asustarme aquellas carreras por el bosque, y también de que cerraba los ojos. Ahora se me antojaba una reacción estúpida. Mantuve los ojos abiertos y apoyé el mentón en su hombro, rozando su cuello con la mejilla.
La velocidad resultaba tonificante. Cien veces mejor que la moto.
Volví mi cara hacia él y apreté los labios sobre la piel —fría como la piedra— de su cuello.
—Gracias —dijo mientras dejábamos atrás las vagas siluetas oscuras de los árboles—. ¿Significa eso que has decidido que estás despierta?
Me reí. Mi risa sonaba fácil, natural, fluida. Sonaba bien.
—En realidad, no. Más bien, todo lo contrario. Voy a intentar no despertar, al menos, no esta noche.
—No sé cómo, pero volveré a ganarme tu confianza —murmuró, en su mayor parte para él—. Aunque sea lo último que haga.
—Confío en ti —le aseguré—, pero no en mí.
—Explica eso, por favor.
Ralentizó el ritmo hasta limitarse a andar —sólo me di cuenta porque cesó el viento— y supuse que no debíamos de estar lejos de la casa. De hecho, me pareció distinguir en medio de la oscuridad el sonido del río mientras fluía en algún lugar cercano.
—Bueno... —me devané los sesos para encontrar la forma adecuada de expresarlo—. No confío en que yo, por mí misma, reúna méritos suficientes para merecerte. No hay nada en mí capaz de retenerte.
Se detuvo y se estiró para bajarme de la espalda. Sus manos suaves no me soltaron después de dejarme en el suelo y me abrazó con fuerza, apretándome contra su pecho.
—Me retendrás de forma permanente e inquebrantable —susurró—. Nunca lo dudes.
Ya, pero ¿cómo no iba a tener dudas?
—Al final no me lo has dicho... —musitó él.
—¿El qué?
—Cuál era tu gran problema.
—Te dejaré que lo adivines —suspiré mientras alzaba la mano para tocarle la punta de la nariz con el dedo índice.
Asintió con la cabeza.
—Soy peor que los Vulturis —dijo en tono grave—. Supongo que me lo merezco.
Puse los ojos en blanco.
—Lo peor que los Vulturis pueden hacer es matarme —esperó, tenso—. Tú puedes dejarme —le expliqué—. Los Vulturis o Victoria no pueden hacer nada en comparación con eso.
Incluso en la penumbra, atisbé la angustiada crispación de su rostro. Me recordó la expresión que adoptó cuando Jane le torturó. Me sentí mal y lamenté haberle dicho la verdad.
—No —susurré al tiempo que le acariciaba la cara—, no estés triste.
Curvó las comisuras de los labios en una sonrisa tan carente de alegría que no llegó a sus ojos.
—Sólo hay una forma de hacerte ver que no puedo dejarte —susurró—. Supongo que no hay otro modo de convencerte que el tiempo.
La idea del tiempo me agradó.
—Vale —admití.
Su rostro seguía martirizado, así que intenté distraerle con tonterías sin importancia.
—Bueno, ahora que vas a quedarte, ¿puedo recuperar mis cosas? —le pregunté con el tono de voz más desenfadado del que fui capaz.
Mi intento funcionó en gran medida: se rió, pero el sufrimiento no desapareció de sus ojos.
—Tus cosas nunca desaparecieron —me dijo—. Sabía que obraba mal, dado que te había prometido paz sin recordatorio alguno. Era estúpido e infantil, pero quería dejar algo mío junto a ti. El CD, las fotografías, los billetes de avión... todo está debajo de las tablas del suelo.
—¿De verdad?
Asintió. Parecía levemente reconfortado por mi evidente alegría ante este hecho tan trivial, aunque no bastó para borrar el dolor de su rostro por completo.
—Creo —dije lentamente—, no estoy segura, pero me pregunto... Quizá lo he sabido todo el tiempo.
—¿Qué es lo que sabías?
Sólo pretendía alejar el sufrimiento de sus ojos, pero las palabras sonaron más veraces de lo que esperaba cuando las pronuncié.
—Una parte de mí, tal vez fuera mi subconsciente, jamás dejó de creer que te seguía importando que yo viviera o muriera. Ese es el motivo por el que oía las voces.
Se hizo un silencio absoluto durante un momento.
—¿Voces? —repitió con voz apagada.
—Bueno, sólo una, la tuya. Es una larga historia —la desconfianza de sus facciones me hizo desear no haber sacado el tema a colación. ¿Pensaría él, como todos los demás, que estaba loca? ¿Tenían razón en ese punto? Pero al menos desapareció de su rostro la expresión de que algo iba a arder.
—Tengo tiempo de sobra —repuso de forma forzada, pero sin alterar la voz.
—Es bastante patético.
Esperó.
No estaba segura de cuál podía ser la mejor forma de explicárselo.
—¿Recuerdas lo que dijo Alice sobre los deportes de alto riesgo?
Pronunció las palabras sin inflexión ni énfasis de ningún tipo:
—Saltaste desde un acantilado por diversión.
—Esto... Cierto, y antes que eso, monté en moto...
—¿En moto? —inquirió. Conocía su voz lo bastante bien para detectar cuándo se cocía algo detrás de su calma aparente.
—Supongo que no le conté a Alice esa parte.
—No.
—Bueno, sobre eso... Mira, descubrí que te recordaba con mayor claridad cuando hacía algo estúpido o peligroso... —le confesé, sintiéndome completamente chiflada—. Recordaba cómo sonaba tu voz cuando te enfadabas. La escuchaba como si estuvieras a mi lado. En general, intentaba no pensar en ti, pero en momentos como aquéllos no me dolía mucho, era como si volvieras a protegerme, como si no quisieras que resultara herida.
»Y bueno, me preguntaba si la razón de que te oyera con tal nitidez no sería que, debajo de todo eso, siempre supe no habías dejado de quererme...
Tal y como había ocurrido antes, las palabras cobraron poder de convicción a medida que las pronunciaba. Eran sinceras. Una fibra en lo más sensible de mi ser supo que yo decía la verdad.
—Tú... arriesgabas la... vida... para oírme... —dijo con voz sofocada.
—Calla —le atajé—. Espera un segundo. Creo que estoy teniendo una epifanía en estos momentos...
Pensé en la noche de mi primer delirio, la que había pasado en Port Angeles. Había planteado dos opciones —locura o deseo de sentirme realizada— sin ver la tercera alternativa.
Pero ¿qué ocurriría si...?
¿Qué ocurriría si hubiera creído sinceramente que algo era cierto, aunque estuviera totalmente equivocada? ¿Qué sucedería si hubiera estado tan empecinadamente segura de que tenía razón que no me hubiera detenido a considerar la verdad? ¿Qué habría hecho la verdad? ¿Permanecer en silencio o intentar abrirse camino?
La tercera opción era que Edward me amaba. El vínculo establecido entre nosotros dos era de los que ni la ausencia ni la distancia ni el tiempo podían romper, y no importaba que él pudiera ser más especial, guapo, brillante o perfecto que yo, él estaba tan irremediablemente atado como yo, y si yo le iba a pertenecer siempre, eso significaba que él siempre iba a ser mío.
¿Era eso lo que había estado intentado decirme a mí misma?
—¡Vaya!
—¿Bella?
—Ya, vale. Lo entiendo.
—¿En qué consiste tu epifanía...? —me preguntó con voz tensa.
—Tú me amas —dije maravillada. La sensación de convicción y certeza me invadió de nuevo.
Aunque la ansiedad continuó presente en sus ojos, la sonrisa torcida que más me gustaba se extendió por su rostro.
—Con todo mi ser.
Mi corazón se hinchó de tal modo que estuvo a punto de romperme las costillas. Ocupó mi pecho por completo y me obstruyó la garganta dejándome sin habla.
Me quería de verdad igual que yo a él, para siempre. Era sólo el miedo a que yo perdiera mi alma y las demás cosas propias de una existencia humana, eso fue lo que le llevó a intentar con tanta desesperación que yo siguiera siendo una mortal. Comparado con el miedo a que no me quisiera, ese obstáculo —mi alma— casi parecía una menudencia.
Me tomó el rostro entre sus manos heladas y me besó hasta que sentí tal vértigo que el bosque empezó a dar vueltas. Entonces, inclinó su frente sobre la mía y supe que yo no era la única que respiraba más agitadamente de lo normal.
—¿Sabes? Se te da mejor que a mí —me dijo.
—¿El qué?
—Sobrevivir. Al menos, tú lo intentaste. Te levantabas por las mañanas, procurabas llevar una vida normal por el bien de Charlie, y seguiste tu camino. Yo era un completo inútil cuando no estaba rastreando. No podía estar cerca de mi familia ni de nadie más. Me avergüenza admitir que me acurrucaba y dejaba que el sufrimiento se apoderara de mí —esbozó una sonrisa turbada—. Fue mucho más patético que oír voces.
Me sentía profundamente aliviada de que pareciera comprenderlo, me reconfortaba que todo aquello tuviera sentido para él. En todo caso, no me miraba como si estuviera loca. Me miraba como... si me amara.
—Sólo una voz —le corregí.
Se echó a reír y me apretó con fuerza a su costado derecho antes de guiarme hacia delante.
—Por cierto, que en este asunto tan sólo te estoy siguiendo la corriente —hizo un amplio movimiento de mano que abarcaba la negrura de delante, donde se alzaba algo pálido e inmenso; entonces comprendí que se refería a la casa—. Lo que ellos digan no me importa lo más mínimo.
—Ahora, esto también les afecta a ellos.
Se encogió de hombros con indiferencia.
Me guió al interior de la casa a oscuras por la puerta del porche —que estaba abierta— y encendió las luces. La estancia estaba tal y como la recordaba: el piano, los sofás tapizados de blanco y la imponente escalera de color claro. No había polvo ni sábanas blancas.
Edward los llamó por sus nombres sin hablar más alto que en una conversación normal:
—¿Carlisle? ¿Esme? ¿Rosalie? ¿Emmett? ¿Jasper? ¿Alice?
Le oirían.
De pronto, Carlisle estaba junto a mí. Parecía que llevara allí un buen rato.
—Bienvenida otra vez, Bella —sonrió—. ¿Qué podemos hacer por ti en plena madrugada? A juzgar por la hora, supongo que no se trata de una simple visita de cortesía, ¿verdad?
Asentí.
—Me gustaría hablar con todos vosotros enseguida si os parece bien. Se trata de algo importante.
No pude evitar alzar los ojos para ver el rostro de Edward mientras hablaba. Su expresión era crítica, pero resignada. Al volver los ojos hacia Carlisle, vi que también él observaba a Edward.
—Por supuesto —dijo Carlisle—. ¿Por qué no hablamos en la otra habitación?
Carlisle abrió la marcha por el luminoso cuarto de estar y dobló la esquina hacia el comedor al tiempo que encendía las luces. Las paredes eran blancas y los techos altos, igual que el cuarto de estar. En el centro de la habitación, debajo de una araña que pendía a baja altura, había una gran mesa oval de madera lustrada con ocho sillas a su alrededor. Carlisle me ofreció una en la cabecera de la mesa.
Jamás había visto a los Cullen usar la mesa del comedor, era... puro atrezo. Nunca comían en casa.
Vi que no estaba sola en cuanto me di la vuelta para sentarme en la silla. Esme había seguido a Edward, y detrás de ella entró en fila india toda la familia.
Carlisle se sentó a mi derecha y Edward a la izquierda. Todos tomaron asiento en silencio. Alice, que ya estaba en el ajo, me sonreía. Emmett y Jasper parecían curiosos y Rosalie me dirigió una sonrisa disimulada para tantear el terreno. Le respondí con otra igualmente tímida. Me iba a llevar algún tiempo acostumbrarme.
Carlisle hizo un gesto con la cabeza en mi dirección y dijo:
—Tienes el uso de la palabra.
Tragué saliva. Sus intensas miradas me pusieron nerviosa. Edward me tomó de la mano por debajo de la mesa. Le miré de soslayo, pero él observaba a los demás con rostro repentinamente fiero.
—Bueno, espero que Alice os haya contado cuanto sucedió en Volterra —hice una pausa.
—Todo —me aseguró Alice.
Le dirigí una mirada elocuente.
—¿Y lo que está a punto de ocurrir?
—Eso también.
Asintió con la cabeza y yo suspiré aliviada.
—Perfecto; entonces, estamos todos al corriente.
Esperaron pacientemente mientras intentaba ordenar mis ideas.
—Bueno, tengo un problema —comencé—. Alice prometió a los Vulturis que me convertiría en uno de vosotros. Van a enviar a alguien a comprobarlo y estoy segura de que eso es malo, algo que debemos evitar.
»Ahora, esto os afecta a todos —contemplé sus hermosos rostros, dejando el más bello de todos para el final. Una mueca curvaba los labios de Edward—. No voy a imponerme por la fuerza si no me aceptáis, con independencia de que Alice esté o no dispuesta a convertirme.
Esme abrió la boca para intervenir, pero alcé un dedo para detenerla.
—Dejadme terminar, por favor. Todos vosotros sabéis lo que quiero y estoy segura de que también conocéis la opinión de Edward al respecto. Creo que la única forma justa de decidir esto es que todo el mundo vote. Si decidís no aceptarme, bueno, en tal caso, supongo que tendré que volver sola a Italia. No puedo permitir que vengan aquí.
Arrugué la frente al considerar dicha expectativa. Oí el ruido sordo de un gruñido en el pecho de Edward, pero le ignoré.
—Así pues, tened en cuenta que en modo alguno os voy a poner en peligro. Quiero que votéis sí o no sólo al asunto de convertirme en vampira.
Esbocé un atisbo de sonrisa al pronunciar la palabra e hice un gesto a Carlisle para que empezara, pero Edward me interrumpió.
—Un momento.
Le miré con los ojos entrecerrados. Alzó las cejas mientras me estrechaba la mano.
—Tengo algo que añadir antes de que votemos.
Suspiré.
—No creo que debamos ponernos demasiado nerviosos —prosiguió— por el peligro al que se refiere Bella.
Su expresión se animó más. Apoyó la mano libre sobre la mesa reluciente y se inclinó hacia delante.
—Veréis —explicó sin dejar de recorrer la mesa con la mirada mientras hablaba—, había más de una razón por la que no quería estrechar la mano de Aro al final del todo. Se les pasó una cosa por alto y no quería ponerles sobre la pista.
Esbozó una gran sonrisa.
—¿Y qué es? —le instó Alice. Estaba segura de que mi expresión era tan escéptica como la suya.
—Los Vulturis están demasiado seguros de sí mismos, y por un buen motivo. En realidad, no tienen ningún problema para encontrar a alguien cuando así lo deciden —bajó los ojos para mirarme—. ¿Os acordáis de Demetri?
Me estremecí. Él lo tomó como una afirmación.
—Encuentra a la gente, ése es su talento, la razón por la que le mantienen a su lado.
—Ahora bien, estuve hurgando en sus mentes para obtener la máxima información posible todo el tiempo que estuvimos con ellos. Buscaba algo, cualquier cosa que pudiera salvarnos. Así fue cómo me enteré de la forma en que funciona el don de Demetri. Es un rastreador, un rastreador mil veces más dotado que James. Su habilidad guarda una cierta relación con lo que Aro o yo hacemos. Capta el... gusto... No sé cómo describirlo. .. La clave, la esencia de la mente de una persona y entonces la sigue. Funciona incluso a enormes distancias.
—Pero después de los pequeños experimentos de Aro, bueno...
Edward se encogió de hombros.
—Crees que no va a ser capaz de localizarme —concluí con voz apagada.
—Estoy convencido. El confía ciegamente en ese don —Edward se mostraba muy pagado de sí mismo—. Si eso no funciona contigo, en lo que a ti respecta, se han quedado ciegos.
—¿Y qué resuelve eso?
—Casi todo, obviamente. Alice será capaz de revelarnos cuando planean hacernos una visita. Te esconderemos. Quedarán impotentes —dijo con fiero entusiasmo—. Será como buscar una aguja en un pajar.
Él y Emmett intercambiaron una mirada y una sonrisita de complicidad.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
—Te pueden encontrar a ti —le recordé.
Emmett se rió, extendió el brazo sobre la mesa y le tendió el puño a su hermano.
—Un plan estupendo, hermano —dijo con entusiasmo.
—No —masculló Rosalie.
—En absoluto —coincidí.
—Estupendo —comentó Jasper, elogioso.
—Idiotas —murmuró Alice.
Esme se limitó a mirar a Edward.
Me erguí en la silla para atraer la atención de todos. Aquélla era mi reunión.
—En tal caso, de acuerdo. Edward ha sometido una alternativa a vuestra consideración —dije con frialdad—. Votemos.
En este segundo intento empecé por Edward. Sería mejor descartar cuanto antes su opinión.
—¿Quieres que me una a tu familia?
—No de esa forma —me miró con ojos duros y negros como el pedernal—. Quiero que sigas siendo humana.
Asentí una vez con cara de no sentirme afectada por su actitud, y luego continué:
—¿Alice?
—Sí.
—Jasper?
—Sí —respondió con voz grave. Me sorprendió un poco. No estaba muy segura de cuál iba a ser el sentido de su voto, pero contuve mi reacción y proseguí—. ¿Rosalie?
Ella vaciló mientras se mordía la parte inferior de su labio carnoso.
—No —mantuve el rostro impertérrito y volví levemente la cabeza para seguir, pero ella alzó las manos con las palmas por delante—. Déjame explicarme —rogó—. Quiero decir que no tengo ninguna aversión hacia ti como posible hermana, es sólo que... Esta no es la clase de vida que hubiera elegido para mí misma. Me hubiera gustado que en ese momento alguien hubiera votado «no» por mí.
Asentí lentamente y me volví hacia Emmett.
—¡Rayos, sí! —esbozó una sonrisa ancha—. Ya encontraremos otra forma de provocar una lucha con ese Demetri.
No había borrado la mueca de mi cara cuando miré a Esme.
—Sí, por supuesto, Bella. Ya te considero parte de mi familia.
—Gracias, Esme —murmuré, y me volví hacia Carlisle.
De pronto, me puse nerviosa y me arrepentí de no haberle pedido que votara el primero. Estaba segura de que su voto era el de mayor valía, el que importaba más que cualquier posible mayoría.
Carlisle no me miraba a mí.
—Edward —dijo él.
—No —refunfuñó Edward con los dientes apretados y retrajo los labios hasta enseñar los dientes.
—Es la única vía que tiene sentido —insistió Carlisle—. Has elegido no vivir sin ella, y eso no me deja alternativa.
Edward me soltó la mano y se apartó de la mesa. Se marchó del comedor muy indignado sin decir palabra, refunfuñando para sí mismo.
—Supongo que ya conoces el sentido de mi voto —concluyó Carlisle con un suspiro.
Mi mirada aún seguía detrás de Edward.
—Gracias —murmuré.
Un estrépito ensordecedor resonó en la habitación contigua.
Me estremecí y añadí rápidamente.
—Es todo lo que necesitaba. Gracias por querer que me quede. Yo también siento lo mismo por todos vosotros.
Al final de la frase, la voz se me quebró a causa de la emoción. Esme estuvo a mi lado en un abrir y cerrar de ojos y me abrazó con sus fríos brazos.
—Me querida Bella —musitó.
Le devolví el abrazo. Con el rabillo del ojo me percaté de que Rosalie mantenía la vista clavada en la mesa al comprender que mis palabras admitían una doble interpretación.
—Bueno, Alice —dije cuando Esme me soltó—. ¿Dónde quieres que lo hagamos?
Ella me miró fijamente con los ojos dilatados de pánico.
—¡No! ¡No! ¡NO! —bramó Edward que entró como un ciclón en la estancia. Lo tenía en mi cara antes de hubiera tenido tiempo de pestañear, inclinado sobre mí, con el rostro distorsionado por la cólera—. ¿Estás loca? ¿Has perdido el juicio?
Retrocedí con las manos en los oídos.
—Eh... Bella, no me parece que yo esté lista para esto —terció Alice con una nota de ansiedad en la voz—. Necesito prepararme...
—Lo prometiste —le recordé ante la mirada de Edward.
—Lo sé, pero... Bella, de verdad, no sé cómo hacerlo sin matarte.
—Puedes hacerlo —le alenté—. Confío en ti.
Edward gruñó furioso.
Alice negó de inmediato con la cabeza. Parecía atemorizada.
—¿Carlisle?
Me volví para mirarle.
Edward me agarró el rostro con una mano y me obligó a mirarle mientras alargaba la otra mano, extendida hacia Carlisle para detenerle, pero éste hizo caso omiso del gesto y respondió a mi pregunta.
—Soy capaz de hacerlo —me hubiera gustado poder ver su expresión—. No corres peligro de que yo pierda el control.
—Suena bien.
Esperaba que Carlisle hubiera podido entenderme. Resultaba difícil hablar con claridad dada la fuerza con que Edward me sujetaba la mandíbula.
—Espera —me pidió entre dientes—. No tiene por qué ser ahora.
—No hay razón alguna para que no pueda ser ahora —repuse, aunque las palabras resultaron incomprensibles.
—Se me ocurren unas cuantas.
—Naturalmente que sí —contesté con acritud—. Ahora, aléjate de mí.
Me soltó la cara y se cruzó de brazos.
—Charlie va a venir a buscarte aquí dentro de tres horas. No me extrañaría que trajera a sus ayudantes.
—Vendrá con los tres.
Fruncí el ceño.
Ésa era siempre la parte más dura. Charlie, Renée y ahora también Jacob. La gente que iba a perder, las personas a quienes iba a hacer daño. Deseaba que hubiera alguna forma de ser yo la única que sufriera, pero sabía que era del todo imposible.
Por otra parte, les iba a causar más daño permaneciendo humana: al poner en peligro constante a Charlie a causa de nuestra proximidad, a Jacob, ya que iba a arrastrar a sus enemigos a la tierra que él se sentía llamado a proteger, y a Renée... Ni siquiera podía arriesgarme a visitar a mi propia madre por miedo a llevar conmigo mis mortíferos problemas.
Sin duda yo era un imán para el peligro. Lo tenía más que asumido.
Una vez aceptado esto, era consciente de mi necesidad de ser capaz de cuidarme por mí misma y proteger a quienes amaba, incluso aunque eso supusiera no estar con ellos. Debía ser fuerte.
—Sugiero que pospongamos esta conversación en aras de seguir pasando desapercibidos —dijo Edward, que seguía hablando con los dientes apretados, pero ahora se dirigía a Carlisle—. Al menos, hasta que Bella termine el instituto y se marche de casa de Charlie.
—Es una petición razonable, Bella —señaló Carlisle.
Pensé en la reacción de mi padre al despertarse por la mañana, después de lo que había sufrido con la pérdida de Harry, cuando también yo se las había hecho pasar canutas al desaparecer sin dar explicaciones. Encontraría mi cama vacía... Charlie se merecía algo mejor y sólo se trataba de retrasarlo un poco más, ya que la graduación no estaba lejana...
Fruncí los labios.
—Lo consideraré.
Edward se relajó y dejó de apretar los dientes.
—Lo mejor sería que te llevara a casa —dijo, ahora más sereno, pero se veía claro que tenía prisa por sacarme de allí—. Sólo por si Charlie se despierta pronto.
Miré a Carlisle.
—¿Después de la graduación?
—Tienes mi palabra.
Respiré hondo, sonreí y me volví hacia Edward.
—Vale, puedes llevarme a casa.
Edward me sacó de la casa antes de que Carlisle pudiera prometerme nada más. Me sacó de espaldas, por lo que no conseguí ver qué se había roto en el comedor.
El viaje de regreso fue silencioso. Me sentía triunfal y un poco pagada de mí misma. También estaba muerta de miedo, por supuesto, pero intenté no pensar en esa parte. No hacía ningún bien preocupándome por el dolor —físico o emocional—, así que no lo hice. No hasta que fuera totalmente necesario.
Edward no se detuvo al llegar a mi casa. Subió la pared a toda pastilla y entró por mi ventana en una fracción de segundo. Luego, retiró mis brazos de su cuello y me depositó en la cama.
Creí que me hacía una idea bastante aproximada de lo que pensaba, pero su expresión me sorprendió, ya que era calculadora en vez de iracunda. En silencio, paseó por mi habitación de un lado para otro como una fiera enjaulada mientras yo le miraba con creciente recelo.
—Sea lo que sea lo que estés maquinando, no va a funcionar —le dije.
—Calla. Estoy pensando.
—¡Bah! —me quejé mientras me dejaba caer sobre la cama y me ponía el edredón por encima de la cabeza.
No se oyó nada, pero de pronto estaba ahí. Retiró el edredón de un tirón para poderme ver. Se tendió a mi lado y extendió la mano para acariciarme el pelo desde la mejilla.
—Si no te importa, preferiría que no ocultaras la cara debajo de las mantas. He vivido sin ella tanto como podía soportar; y ahora, dime una cosa.
—¿Qué? —pregunté poco dispuesta a colaborar.
—Si te concedieran lo que más quisieras de este mundo, cualquier cosa, ¿qué pedirías?
Sentí el escepticismo en mis ojos.
—A ti.
Sacudió la cabeza con impaciencia.
—Algo que no tengas ya.
No estaba segura de adonde me quería conducir, por lo que le di muchas vueltas antes de responder. Ideé algo que fuera verdad y al mismo tiempo bastante improbable.
—Me gustaría que no tuviera que hacerlo Carlisle... Desearía que fueras tú quien me transformara.
Observé su reacción con cautela mientras esperaba otra nueva dosis de la ira demostrada en su casa. Me sorprendía que mantuviera impertérrito el ademán. Su expresión seguía siendo cavilosa y calculadora.
—¿Qué estarías dispuesta a dar a cambio de eso?
No pude dar crédito a mis oídos. Me quedé boquiabierta al ver su rostro sereno y solté la respuesta a bocajarro antes de pensármelo:
—Cualquier cosa.
Sonrió ligeramente y frunció los labios.
—¿Cinco años?
Mi rostro se crispó en una mueca que entremezclaba desilusión y miedo a un tiempo.
—Dijiste «cualquier cosa» —me recordó.
—Sí, pero vas a usar el tiempo para encontrar la forma de escabullirte. He de aprovechar la ocasión ahora que se presenta. Además, es demasiado peligroso ser sólo un ser humano, al menos para mí. Así que, cualquier cosa menos eso.
Puso cara de pocos amigos.
—¿Tres años?
—¡No!
—¿Es que no te merece la pena?
Pensé en lo mucho que había deseado aquello, pero decidí poner cara de póquer y no permitir que se diera cuenta de lo mucho que significaba para mí. Eso me daría más ventaja.
—¿Seis meses?
Puso los ojos en blanco.
—No es bastante.
—En ese caso, un año —dije—. Ése es mi límite.
—Concédeme dos al menos.
—Ni loca. Voy a cumplir diecinueve, pero no pienso acercarme ni una pizca a los veinte. Si tú vas a tener menos de veinte para siempre, entonces yo también.
Se lo pensó durante un minuto.
—De acuerdo. Olvídate de los límites de tiempo. Si quieres que sea yo quien lo haga, tendrás que aceptar otra condición.
—¿Condición? —pregunté con voz apagada—. ¿Qué condición?
Había cautela en su mirada y habló despacio.
—Casarte conmigo primero.
—... —le miré, a la espera—. Vale, ¿cuál es el chiste?
Él suspiró.
—Hieres mi ego, Bella. Te pido que te cases conmigo y tú piensas que es un chiste.
—Edward, por favor, sé serio.
—Hablo completamente en serio —no había el menor atisbo de broma en su rostro.
—Oh, vamos —dije con una nota de histeria en la voz—. Sólo tengo dieciocho años.
—Bueno, estoy a punto de cumplir los ciento diez. Va siendo hora de que siente la cabeza.
Miré hacia otro lado, en dirección a la oscura ventana, tratando de controlar el pánico antes de que fuera demasiado tarde.
—Verás, el matrimonio no figura precisamente en la lista de mis prioridades, ¿sabes? Fue algo así como el beso de la muerte para Renée y Charlie.
—Interesante elección de palabras.
—Sabes a qué me refiero.
Respiré hondo.
—Por favor, no me digas que tienes miedo al compromiso —espetó con incredulidad, y entendí qué quería decir.
—No es eso exactamente —repuse a la defensiva—. Temo... la opinión de Renée. Tiene convicciones muy profundas contra eso de casarse antes de los treinta.
—Preferiría que te convirtieras en una eterna maldita antes que en una mujer casada —se rió de forma sombría.
—Te crees muy gracioso.
—Bella, no hay comparación entre el nivel de compromiso de una unión marital y renunciar a tu alma a cambio de convertirte en vampiro para siempre —meneó la cabeza—. Si no tienes valor suficiente para casarte conmigo, entonces...
—Bueno —le interrumpí—. ¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Y si te dijera que me llevaras a Las Vegas ahora mismo? ¿Sería vampiro en tres días?
Sonrió y los dientes le relampaguearon en la oscuridad.
—Seguro —contestó poniéndome en evidencia—. Voy a por mi coche.
—¡Caray! —murmuré—. Te daré dieciocho meses.
—No hay trato —repuso con una sonrisa—. Me gusta esta condición.
—Perfecto. Tendré que conformarme con Carlisle después de la graduación.
—Si es eso lo que realmente quieres... —se encogió de hombros y su sonrisa se tornó realmente angelical.
—Eres imposible —refunfuñé—, un monstruo.
Se rió entre dientes.
—¿Es por eso por lo que no quieres casarte conmigo?
Volví a refunfuñar.
Se reclinó sobre mí. Sus ojos, negros como la noche, derritieron, quebraron e hicieron añicos mi concentración.
—Bella, ¿por favor... ?—susurró.
Durante un momento se me olvidó respirar. Sacudí la cabeza en cuanto me recobré en un intento de aclarar de golpe la mente obnubilada.
—¿Saldría esto mejor si me dieras tiempo para conseguir un anillo?
—¡No! ¡Nada de anillos! —dije casi a voz en grito.
—Vale, ya le has despertado —cuchicheó.
—¡Huy!
—Charlie se está levantando. Será mejor que me vaya —dijo Edward con resignación.
Mi corazón dejó de latir.
Evaluó mi expresión durante un segundo.
—Bueno, entonces, ¿sería muy infantil por mi parte que me escondiera en tu armario?
—No —musité con avidez—. Quédate, por favor.
Edward sonrió y desapareció.
Hervía de indignación mientras esperaba a que Charlie acudiera a mi habitación para controlarme. Edward sabía exactamente qué estaba haciendo y yo me inclinaba a creer que todo aquel presunto agravio formaba parte de un ardid. Por supuesto, aún me quedaba el cartucho de Carlisle, pero al saber que existía la posibilidad de que fuera él quien me transformara, lo deseé con verdadera desesperación. ¡Menudo tramposo!
Mi puerta se abrió con un chirrido.
—Buenos días, papá.
—Ah, hola, Bella —pareció avergonzado al verse sorprendido—. No sabía que estabas despierta.
—Sí. Estaba esperando a que te despertaras para ducharme —hice ademán de levantarme.
—Espera —me detuvo mientras encendía la luz. Parpadeé bajo la repentina luminosidad y procuré mantener la vista lejos del armario—. Hablemos primero un minuto.
No conseguí reprimir una mueca. Había olvidado pedirle a Alice que se inventara una buena excusa.
—Estás metida en un lío, ya lo sabes.
—Sí, lo sé.
—Estos tres últimos días he estado a punto de volverme loco. Vine del funeral de Harry y tú habías desaparecido. Jacob sólo pudo decirme que te habías ido pitando con Alice Cullen y que pensaba que tenías problemas. No me dejaste un número ni telefoneaste. No sabía dónde estabas ni cuándo ibas a volver, si es que ibas a volver. ¿Tienes alguna idea de cómo... ? —fue incapaz de terminar la frase. Respiró hondo de forma ostensible y prosiguió—: ¿Puedes darme algún motivo por el que no deba enviarte a Jacksonville este trimestre?
Entrecerré los ojos. Bueno, de modo que aquello iba a ir de amenazas, ¿no? A ese juego podían jugar dos. Me incorporé y me arropé con el edredón.
—Porque no quiero ir.
—Aguarda un momento, jovencita...
—Espera, papá, acepto completamente la responsabilidad de mis actos y tienes derecho a castigarme todo el tiempo que quieras. Haré las tareas del hogar, la colada y fregaré los platos hasta que pienses que he aprendido la lección; y supongo que estás en tu derecho de ponerme de patitas en la calle, pero eso no hará que vaya a Florida.
El rostro se le puso bermejo. Respiró profundamente varias veces, antes de responder:
—¿Te importaría explicar dónde has estado?
Ay, mierda.
—Hubo... una emergencia.
Enarcó las cejas a la espera de una brillante aclaración. Llené de aire los carrillos y lo expulsé ruidosamente.
—No sé qué decirte, papá. En realidad, todo fue un gran malentendido. Él dijo, ella dijo, y las cosas se salieron de madre.
Aguardó con expresión recelosa.
—Verás, Alice le dijo a Rosalie que yo practicaba salto de acantilado... —intenté desesperadamente hacerlo bien y me ceñí lo máximo posible a la verdad para que mi incapacidad para mentir de forma convincente no sonara a pretexto, pero antes de continuar, la expresión de Charlie me recordó que él no sabía nada de lo del acantilado.
¡Huy, huy, huy! Como si las cosas no estuvieran bastante caldeadas...
—Supongo que no te comenté nada de eso —proseguí con voz estrangulada—. No fue nada, sólo para pasar el rato, nadar con Jacob... En cualquier caso, Rosalie se lo dijo a Edward, que se alteró mucho. Ella pareció dar a entender de forma involuntaria que yo intentaba suicidarme o algo por el estilo. Como él no respondía al teléfono, Alice me llevó hasta... esto... Los Ángeles para explicárselo en persona.
Me encogí de hombros mientras albergaba el desesperado deseo de que mi «caída» no le hubiera distraído tanto que se hubiera perdido la brillante explicación que le había proporcionado.
Charlie se había quedado helado.
—¿Intentabas suicidarte, Bella?
—No, por supuesto que no. Sólo me estaba divirtiendo con Jake practicando salto de acantilado. Los chicos de La Push lo hacen continuamente. Lo que te dije, no fue nada.
El rostro de Charlie volvió a caldearse y pasó del helado pasmo a la calurosa furia.
—De todos modos, ¿qué importa Edward Cullen? —bramó—. Te ha dejado aquí tirada todo este tiempo sin decirte ni una palabra.
—Otro malentendido —le atajé.
Su rostro volvió a ponerse cárdeno.
—Pero, entonces, ¿va a volver?
—No estoy segura de lo que planean, pero creo que regresan todos.
Sacudió la cabeza mientras le palpitaba la vena de la frente.
—Quiero que te mantengas lejos de él, Bella. No confío en él. No te conviene. No quiero que vuelva a arruinarte la vida de ese modo.
—Perfecto —repuse de manera cortante.
Charlie se removió inquieto y retrocedió. Después de unos segundos, espiró de forma ostensible a causa de la sorpresa.
—Pensé que te ibas a poner difícil.
—Y así es —le miré a los ojos-—. Lo que pretendía decir es: «Perfecto. Me iré de casa».
Los ojos se le saltaron de las órbitas y se puso morado. Mi resolución flaqueó a medida que empezaba a preocuparme por su salud. No era más joven que Harry...
—Papá, no deseo irme de casa —le dije en tono más suave—. Te quiero y sé que estás preocupado, pero en esto vas a tener que confiar en mí. Y tomarte las cosas con más calma en lo que respecta a Edward, si quieres que me quede. ¿Quieres o no quieres que viva aquí?
—Eso no es justo, Bella. Sabes que quiero que te quedes.
—Entonces, pórtate bien con Edward, ya que él va a estar donde yo esté —dije con firmeza. La convicción que me proporcionaba mi epifanía seguía siendo fuerte.
—No bajo este techo —bramó.
Suspiré con fuerza.
—Mira, no voy a darte ningún ultimátum más esta noche, bueno, más bien esta mañana. Piénsatelo durante un par de días, ¿vale? Pero ten siempre presente que Edward y yo vamos en el mismo paquete, es un acuerdo global.
—Bella...
—Tú sólo piénsatelo —insistí—, y mientras lo haces, ¿te importaría darme un poquito de intimidad? De verdad, necesito una ducha.
El rostro de Charlie adquirió un extraño tono purpúreo. Se fue dando un portazo al salir y le oí bajar pisando furiosamente las escaleras.
Me sacudí de encima el edredón. Edward ya estaba allí, meciéndose en la silla, como si hubiera estado presente durante toda la conversación.
—Lamento esto —susurré.
—Como si no me mereciera algo peor... —musitó—. No la tomes con Charlie por mi causa, por favor.
—No te preocupes por eso —repuse con un hilo de voz mientras recogía mis cosas para el baño y un juego de ropa limpio—. Haré todo lo que sea necesario y nada más. ¿O intentas decirme que no tengo ningún lugar adonde acudir?
Abrí los ojos desmesuradamente a la vez que simulaba una gran inquietud.
—¿Te mudarías a una casa llena de vampiros?
—Probablemente, ése es el lugar más seguro de todos para alguien como yo —le dediqué una gran sonrisa—. Además, no hay necesidad de apurar el plazo de la graduación si Charlie me pone de patitas en la calle, ¿a que no?
Permaneció con la mandíbula fuertemente apretada y masculló:
—Menudas ganas tienes de condenarte eternamente...
—Sabes que en realidad no crees lo que dices.
—¿Ah, no? —bufó.
—No.
Me fulminó con la mirada y empezó a hablar, pero yo le interrumpí:
—Si de verdad hubieras creído que habías perdido el alma, entonces, cuando te encontré en Volterra, hubieras comprendido de inmediato lo que sucedía, en vez de pensar que habíamos muerto juntos. Pero no fue así... Dijiste: «Asombroso. Carlisle tenía razón» —le recordé triunfal—. Después de todo, sigues teniendo la esperanza.
Por una vez, Edward se quedó sin habla.
—De modo que los dos vamos a ser optimistas, ¿vale? —sugerí—. No es importante. No necesito el cielo si tú no puedes ir a él.
Se levantó lentamente, se acercó y me rodeó el rostro con las manos antes de mirarme fijamente a los ojos.
—Para siempre —prometió de forma un poco teatral.
—No te pido más —le dije.
Me puse de puntillas para poder apretar sus labios contra los míos.

Luna Nueva - Capítulo 22: La Verdad

Me dio la sensación de haber dormido mucho tiempo. A pesar de eso, tenía el cuerpo agarrotado, como si no hubiera cambiado de postura ni una sola vez en todo ese tiempo. Me costaba pensar y estaba aturdida; dentro de mi cabeza revoloteaban aún perezosamente extraños sueños de colores —sueños y pesadillas—. Eran tan vividos... Unos horribles y otros divinos, todos entremezclados en un revoltijo estrafalario. Sentía a la vez una gran impaciencia y miedo, dos componentes fundamentales de ese tipo de sueño frustrante en el que no puedes mover los pies con suficiente rapidez... Y todo estaba lleno de monstruos y fieras de ojos rojos cuyos modales refinados les hacían aún más horrendos. El sueño permanecía nítido en mi mente, tanto, que incluso podía recordar sus nombres, pero lo más fuerte, lo que percibía con mayor precisión no era el horror. Era el ángel lo que veía con claridad.
Me resultó duro dejarle ir y despertarme. Este sueño no tendría que arrojarlo a ese sótano lleno de pesadillas que me negaba a revivir. Luché con eso mientras mi mente recuperaba el estado de alerta y se concentraba en la realidad. No recordaba en qué día de la semana nos encontrábamos, pero estaba segura de que me esperaban Jacob, el colegio, el trabajo o algo. Inspiré profundamente, preguntándome cómo podría enfrentarme a otro día más.
Algo frío tocó mi frente con el más suave de los roces.
Cerré los ojos con más fuerza todavía. Al parecer, pese a que lo sentía como algo anormalmente real, seguía soñando. Estaba tan cerca de despertarme... sólo un segundo más y todo habría desaparecido.
Pero en ese momento me di cuenta de que lo que palpaba parecía real, demasiado real para que fuera bueno para mí. Los imaginarios brazos pétreos que me envolvían resultaban demasiado consistentes. Me iba a arrepentir luego si dejaba que esto llegara aún más lejos. Suspiré resignada y abrí los párpados bruscamente para disipar la ilusión.
—¡Oh! —jadeé y me froté los ojos con las manos.
Bien, sin duda había ido demasiado lejos; había sido un error permitir que mi imaginación se me fuera tanto de las manos. Vale, quizá «permitir» no era la palabra correcta. En realidad, era yo quien la había forzado demasiado, con tanto ir en pos de mis alucinaciones y ahora, en consecuencia, mi mente se había colapsado.
Me llevó menos de un segundo caer en la cuenta de que ya que ahora estaba loca de forma irremediable, al menos, podía aprovechar y disfrutar de las falsas ilusiones mientras éstas fueran agradables.
Abrí los ojos otra vez y Edward aún estaba allí, con su rostro perfecto a sólo unos cuantos centímetros del mío.
—¿Te he asustado? —preguntó con ansiedad en voz baja.
Era una maravilla cómo funcionaban estas falsas ilusiones. El rostro, la voz, el olor, todo era mucho mejor que cuando estuve a punto de ahogarme. El hermoso producto de mi imaginación observaba mis cambiantes expresiones con alarma. Sus pupilas eran negras como el carbón y debajo tenía sombras púrpuras. Esto me sorprendió; por lo general, los Edwards de mis alucinaciones estaban mejor alimentados.
Parpadeé dos veces mientras hacía memoria con desesperación para determinar qué era lo último que podía recordar de cuya realidad estuviera segura. Alice formaba parte de mi sueño y me pregunté si, después de todo, había vuelto a Forks de verdad, o si eso sólo había sido el preámbulo de la fantasía. Luego, caí en la cuenta de que ella había regresado el día que estuve a punto de ahogarme...
—¡Oh, mierda! —grazné con voz pastosa a causa del sueño.
—¿Qué pasa, Bella?
Le fruncí el ceño, con tristeza. Su rostro mostraba todavía más ansiedad que antes.
—Estoy muerta, ¿no es cierto? —gemí—. Me ahogué de verdad. ¡Mierda, mierda, mierda! El disgusto va a matar a Charlie.
Edward también puso mala cara.
—No estás muerta.
—Entonces, ¿por qué no me despierto? —le reté, alzando las cejas.
—Estás despierta, Bella.
Sacudí la cabeza.
—Seguro, seguro. Eso es lo que tú quieres que yo piense, y entonces, cuando despierte, todo será peor; si me despierto, cosa que no va a ocurrir, porque estoy muerta. Esto es horrible. Pobre Charlie. Y Renée y Jake... —se me apagó la voz, horrorizada por lo que había hecho.
—Ya veo que me has confundido con una pesadilla —su sonrisa fugaz fue triste—. Lo que no me puedo imaginar es qué es lo que debes de haber hecho para terminar en el infierno. ¿Te has dedicado a cometer asesinatos en mi ausencia?
Le hice una mueca.
—Pues claro que no. Tú no podrías estar conmigo si yo estuviera en el infierno.
Él suspiró.
Se me empezaba a despejar la cabeza. Alejé la vista de su rostro a regañadientes y contemplé la ventana abierta a la oscuridad, y después otra vez a él. Conforme iba recordando detalles, un hormigueo empezó a subirme por la piel hasta llegar a los pómulos, donde noté un ligero y desconocido rubor, mientras lentamente me iba dando cuenta de que Edward estaba realmente conmigo, que se hallaba allí de verdad y que yo estaba perdiendo el tiempo haciendo el idiota.
—Entonces, ¿todo eso ha ocurrido de verdad?
Me resultaba imposible creer que mi sueño se había transmutado en una realidad. No podía retener esa idea en mi mente.
—Eso depende —la sonrisa de Edward todavía era dura—. Si te refieres a que casi nos masacran en Italia, entonces, sí.
—¡Qué extraño! —musité—. He viajado a Italia de verdad. ¿A que no sabías que por el este nunca había pasado más allá de Alburquerque?
Puso los ojos en blanco.
—Quizá deberías dormirte otra vez. No dices más que tonterías.
—Ya no me siento cansada —todo se aclaraba por momentos—. ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
—Es la una de la madrugada. Así que, unas catorce horas.
Me estiré mientras él hablaba. Estaba muy agarrotada.
—¿Y Charlie? —pregunté.
Edward torció el gesto.
—Duerme. Deberías saber que en este preciso momento me estoy saltando las reglas, aunque no técnicamente, claro, ya que él me dijo que no volviera a traspasar su puerta, y he entrado por la ventana... Pero bueno, al menos la intención era buena.
—¿Charlie te ha echado de casa? —inquirí, mientras la incredulidad se me iba convirtiendo en furia.
Sus ojos estaban tristes.
—¿Acaso esperabas otra cosa?
Se me puso una expresión enloquecida en la mirada. Iba a tener unas cuantas palabritas con mi padre; quizás era un buen momento para recordarle que ya era mayor de edad. En realidad, eso no importaba mucho, pero era una cuestión de principios. La prohibición dejaría de tener sentido dentro de poco. Volví mis pensamientos hacia vías menos dolorosas.
—¿Cuál es la historia? —le pregunté con auténtica curiosidad, pero sin dejar de intentar desesperadamente mantener la conversación en terrenos superficiales. Así, permanecería bajo control, y no podría asustarle con la desesperada ansiedad que me atormentaba ferozmente por dentro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué le voy a decir a Charlie? ¿Qué explicación le voy a dar por haber desaparecido...? Ahora que lo pienso, ¿cuánto tiempo he estado fuera? —intenté hacer un cálculo mental en horas.
—Sólo tres días —entrecerró los ojos, pero esta vez sonrió con mayor naturalidad—. En realidad, albergaba la esperanza de que se te ocurriera alguna buena explicación. Yo no tengo ninguna.
Refunfuñé.
—De fábula.
—Bueno, quizás Alice sea capaz de inventar algo —me ofreció a modo de consuelo.
Y me sentí consolada, desde luego. ¿A quién le importaba con qué tendría que vérmelas más tarde? Cada segundo que él estaba aquí, tan cerca, con su rostro perfecto resplandeciendo a la luz tenue de los números del reloj despertador, era precioso y no debía desperdiciarse.
—Y bueno... —comencé mientras pensaba la pregunta menos importante con la que empezar, aunque no por eso dejara de ser de vital interés. Ya me había traído a casa de una pieza y podría decidir marcharse en cualquier momento. Debía conseguir que no dejara de hablar. Además, este paréntesis, que era como estar en el cielo, no estaría totalmente completo sin el sonido de su voz—, ¿en qué has andado hasta hace tres días?
Su rostro se tornó cauteloso al momento.
—En nada que me entusiasmara excesivamente.
—Claro que no —mascullé.
—¿Por qué pones esa cara?
—Bueno... —fruncí los labios, pensativa—, si, después de todo, sólo fueras un sueño, ésa sería exactamente la clase de respuesta que darías. Mi imaginación no da para mucho, está muy claro.
Suspiró.
—Si te lo cuento, ¿te creerás al fin que no estás viviendo una pesadilla?
—¡Una pesadilla! —repetí con resentimiento. Él esperaba mi respuesta—. Quizá —dije después de pensarlo un momento—, si me lo cuentas.
—Estuve... cazando.
—¿Eso es todo lo que eres capaz de hacer? —le critiqué—. Eso no prueba de ninguna manera que esté despierta.
Vaciló y después habló lentamente, eligiendo las palabras con cuidado.
—No estuve de caza para alimentarme. En realidad, ponía a prueba mi habilidad... en el rastreo. Y no soy nada bueno.
—¿Y qué fue lo que estuviste rastreando? —le pregunté, intrigada.
—Nada de importancia —sus ojos no parecían estar en consonancia con su expresión; parecía enfadado e incómodo.
—No te entiendo.
Dudó; su rostro se debatía, brillando bajo la extraña luz verde del reloj.
—Yo... —inspiró hondo—. Te debo una disculpa. No, sin duda, te debo mucho más, muchísimo más que eso, pero has de saber que yo no tenía ni idea... —sus palabras empezaron a fluir con mucha rapidez, del modo que yo recordaba que hablaba cuando se ponía nervioso, y tuve que concentrarme para captarlas todas—. No me di cuenta del desastre que dejaba a mis espaldas. Pensé que te dejaba a salvo. Totalmente a salvo. No tenía ni idea de que volvería Victoria... —sus labios se contrajeron al pronunciar ese nombre—. Debo admitir que presté más atención a los pensamientos de James que a los de ella cuando la vi aquella vez y, por consiguiente, fui incapaz de prever esa clase de reacción por su parte y de descubrir que ella tenía un lazo tan fuerte con él. Creo que me he dado cuenta ahora de que Victoria confiaba tanto en él que jamás pensó que pudiera sucumbir, ni se le pasó por la imaginación. Quizá fue ese exceso de confianza el que nubló sus sentimientos por él y lo que me impidió darme cuenta de la profundidad del lazo que los unía.
»Pero, de cualquier modo, no tengo excusa alguna por haber permitido que te enfrentaras sola a todo eso. Cuando oí lo que le contaste a Alice, e incluso lo que ella vio por sí misma, cuando me di cuenta de que habías tenido que poner tu vida en manos de hombres lobo, esas criaturas inmaduras y volubles, lo peor que ronda por ahí fuera aparte de Victoria... —se estremeció y el torrente de palabras se detuvo por un momento—. Por favor, créeme cuando te digo que no tenía ni idea de todo esto. Se me revuelven las tripas hasta lo más profundo, incluso ahora, cuando puedo verte segura en mis brazos. No tengo ni la más remota disculpa en...
—Para, para —le interrumpí.
Me miró con ojos llenos de sufrimiento y yo procuré elegir las palabras adecuadas, aquellas que le liberaran de la obligación que se había creado y que le estaba causando tanto dolor. Eran palabras muy difíciles de pronunciar. No sabía si sería capaz de decirlas sin romperme en pedazos, pero yo quería hacerlo bien. No deseaba convertirme en una fuente de culpa y angustia en su vida. El tenía que ser feliz, y no me importaba qué precio hubiera de pagar yo.
En realidad, había albergado la esperanza de no verme en la obligación de sacar a colación esto en nuestra última conversación. Sólo iba a conseguir que todo terminara mucho antes.
Recurriendo a todos los meses de práctica que había pasado intentando comportarme de un modo normal con Charlie, mantuve mi rostro tranquilo.
—Edward —comencé. Su nombre me quemó la garganta un poco mientras lo pronunciaba. Podía sentir aún el espectro de mi agujero en el pecho, a la espera de reabrirse en toda su extensión en cuanto él se marchara. No tenía nada claro cómo iba a conseguir sobrevivir esta vez—, esto tiene que terminar ya. No puedes ver las cosas de esa manera. No puedes permitir que esa... culpa... gobierne tu vida. No tienes por qué asumir la responsabilidad de las cosas que me han ocurrido aquí. Nada de esto ha sucedido por tu causa, sólo es parte de las cosas que me suelen pasar a mí en la vida. Así que si tropiezo delante de un autobús o lo que sea que me ocurra la próxima vez, has de ser consciente de que no es cosa tuya asumir la culpa. No tienes por qué salir corriendo hacia Italia porque te sientas mal por no haberme salvado. Incluso si yo hubiera saltado de ese acantilado para matarme, ésa habría sido mi elección y, desde luego, no tu responsabilidad. Sé que está en tu... naturaleza el cargar con las culpas de todo, pero de verdad... ¡no tienes por qué llevarlo hasta ese extremo! Es de lo más irresponsable por tu parte no haber pensado en Carlisle, Esme y...
Estaba a punto de perderlo. Hice una pausa para respirar profundamente con la esperanza de que eso me calmara. Tenía que liberarle. Debía asegurarme de que esto no volviera a ocurrir otra vez.
—Isabella Marie Swan —susurró él, mientras le cruzaba por el rostro la más extraña de las expresiones. Parecía haberse vuelto loco—, pero ¿tú te crees que le pedí a los Vulturis que me mataran porque me sentía culpable?
Sentí cómo afloraba a mi rostro la más absoluta incomprensión.
—¿Ah, no?
—Me sentía culpable, de una forma muy intensa. Más de lo que tú podrías llegar a comprender.
—Entonces, ¿qué estás diciendo? No te entiendo.
—Bella, me marché con los Vulturis porque pensé que habías muerto —dijo con miel en la voz pero con rabia en los ojos—. Incluso aunque yo no hubiera tenido nada que ver con tu muerte... —se estremeció al pronunciar la última palabra—. Me hubiera ido a Italia aunque no hubiera ocurrido por culpa mía. Es obvio que debería haber sido más cuidadoso, tendría que haberle preguntado a Alice directamente, en lugar de aceptarlo de labios de Rosalie, de segundas. Pero vamos a ver... ¿Qué se suponía que debía pensar cuando el chico dijo que Charlie estaba en el funeral? ¿Cuáles eran las probabilidades?
»Las probabilidades... —murmuró entonces, distraído. Su voz sonaba tan baja que no estaba segura de haberle oído bien—. Las probabilidades siempre están amafiadas en contra nuestra. Error tras error. No creo que vuelva a criticar nunca más a Romeo.
—Pero hay algo que aún no entiendo —dije—, y ése es el punto más importante de la cuestión: ¿y qué?
—¿Perdona?
—¿Y qué pasaba si yo había muerto?
Me miró dudando durante un momento muy largo antes de contestar.
—¿No recuerdas nada de lo que te he dicho desde que nos conocimos?
—Recuerdo todo lo que me has dicho.
Claro que me acordaba... incluyendo las palabras que negaban todo lo anterior.
Rozó con la yema de su frío dedo mi labio inferior.
—Bella, creo que ha habido un malentendido —cerró los ojos mientras movía la cabeza de un lado a otro con media sonrisa en su rostro hermoso, y no era una sonrisa feliz—. Pensé que ya te lo había explicado antes con claridad. Bella, yo no puedo vivir en un mundo donde tú no existas.
—Estoy... —la cabeza me dio vueltas mientras buscaba la expresión adecuada—. Estoy hecha un lío —ésa iba bien, ya que no le encontraba sentido a sus palabras.
Me miró profundamente a los ojos con una mirada seria y honesta.
—Soy un buen mentiroso, Bella, tuve que serlo.
Me quedé helada, y los músculos se me contrajeron como si hubiera sufrido un golpe. La línea que marcaba el agujero de mi pecho se estremeció y el dolor que me produjo me dejó sin aliento.
Me sacudió por los hombros, intentando relajar mi rígida postura.
—¡Déjame acabar! Soy un buen mentiroso, pero desde luego, tú tienes tu parte de culpa por haberme creído con tanta rapidez—hizo un gesto de dolor—. Eso fue... insoportable.
Esperé, todavía paralizada.
—Te refieres a cuando estuvimos en el bosque, cuando me dijiste adiós...
No podía permitirme el recordarlo. Luché por mantenerme en el momento presente. Edward susurró:
—No ibas a dejar que lo hiciera por las buenas. Me daba cuenta. Yo no deseaba hacerlo, creía que me moriría si lo hacía, pero sabía que si no te convencía de que ya no te amaba, habrías tardado muy poco en querer acabar con tu vida humana. Tenía la esperanza de que la retomarías si pensabas que me había marchado.
—Una ruptura limpia —susurré a través de los labios inmóviles.
—Exactamente. Pero ¡nunca imaginé que hacerlo resultaría tan sencillo! Pensaba que sería casi imposible, que te darías cuenta tan fácilmente de la verdad que yo tendría que soltar una mentira tras otra durante horas para apenas plantar la semilla de una duda en tu cabeza. Mentí y lo siento mucho, muchísimo, porque te hice daño, y lo siento también porque fue un esfuerzo que no mereció la pena. Siento que a pesar de todo no pudiera protegerte de lo que yo soy. Mentí para salvarte, pero no funcionó. Lo siento.
»Pero ¿cómo pudiste creerme? Después de las miles de veces que te dije lo mucho que te amaba, ¿cómo pudo una simple palabra romper tu fe en mí?
Yo no contesté. Estaba demasiado paralizada para darle forma a una respuesta racional.
—Vi en tus ojos que de verdad creías que ya no te quería. La idea más absurda, más ridícula, ¡como si hubiera alguna manera de que yo pudiera existir sin necesitarte!
Seguía helada. Sus palabras me parecían incomprensibles, porque eran imposibles.
Me sacudió el hombro otra vez, sin fuerza, pero lo suficiente para que me castañetearan un poco los dientes.
—Bella —suspiró—. ¡Dime de una vez qué es lo que estás pensando!
En ese momento rompí a llorar. Las lágrimas me anegaron los ojos, los desbordaron y me inundaron las mejillas.
—Lo sabía —sollocé—. Sabía que estaba soñando...
—Eres imposible —comentó y soltó una carcajada breve, seca y frustrada—. ¿De qué manera te puedo explicar esto para que me creas? No estás dormida ni muerta. Estoy aquí y te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Cada segundo de los que estuve lejos estuve pensando en ti, viendo tu rostro en mi mente. Cuando te dije que no te quería… ésa fue la más negra de las blasfemias.
Sacudí la cabeza mientras las lágrimas continuaban cayendo desde las comisuras de mis ojos.
—No me crees, ¿verdad? —susurró, con el rostro aún más pálido de lo habitual—. Puedo verlo incluso con esta luz. ¿Por qué te crees la mentira y no puedes aceptar la verdad?
—Nunca ha tenido sentido que me quisieras —le expliqué, y la voz se me quebró dos veces—. Siempre lo he sabido.
Sus ojos se entrecerraron y se le endureció la mandíbula.
—Te probaré que estás despierta —me prometió.
Me sujetó la cabeza entre sus dos manos de hierro, ignorando mis esfuerzos cuando intenté volver la cabeza hacia otro lado.
—Por favor, no lo hagas —susurré.
Se detuvo con los labios a unos centímetros de los míos.
—¿Por qué no? —inquirió. Su aliento acariciaba mi rostro, haciendo que la cabeza me diera vueltas.
—Cuando me despierte... —él abrió la boca para protestar, de modo que me corregí—. ¡Vale, olvídalo! Rectifico: cuando te vayas otra vez, ya va a ser suficientemente duro sin esto.
Retrocedió unos centímetros para examinar mi rostro.
—Ayer, cuando te toqué, estabas tan... vacilante, tan cautelosa. Y todo sigue igual. Necesito saber por qué. ¿Acaso ya es demasiado tarde? ¿Quizá te he hecho demasiado daño? ¿Es porque has cambiado, como yo te pedí que hicieras? Eso sería... bastante justo. No protestaré contra tu decisión. Así que no intentes no herir mis sentimientos, por favor; sólo dime ahora si todavía puedes quererme o no, después de todo lo que te he hecho. ¿Puedes? —murmuró.
—¿Qué clase de pregunta idiota es ésa?
—Limítate a contestarla, por favor.
Le miré con aspecto enigmático durante un rato.
—Lo que siento por ti no cambiará nunca. Claro que te amo y ¡no hay nada que puedas hacer contra eso!
—Es todo lo que necesitaba escuchar.
En ese momento, su boca estuvo sobre la mía y no pude evitarle. No sólo porque era miles de veces más fuerte que yo, sino porque mi voluntad quedó reducida a polvo en cuanto se encontraron nuestros labios. Este beso no fue tan cuidadoso como los otros que yo recordaba, lo cual me venía la mar de bien. Si luego iba a tener que pagar un precio por él, lo menos que podía hacer era sacarle todo el jugo posible.
Así que le devolví el beso con el corazón latiéndome a un ritmo irregular, desbocado, mientras mi respiración se transformaba en un jadeo frenético y mis manos se movían avariciosas por su rostro. Noté su cuerpo de mármol contra cada curva del mío y me sentí muy contenta de que no me hubiera escuchado, porque no había pena en el mundo que justificara que me perdiera esto. Sus manos memorizaron mi cara, tal como lo estaban haciendo las mías y durante los segundos escasos que sus labios estuvieron libres, murmuró mi nombre.
Se apartó cuando empecé a marearme, sólo para poner su oído contra mi corazón.
Yo me quedé quieta allí, aturdida, esperando a que los jadeos se ralentizaran y desaparecieran.
—A propósito —dijo como quien no quiere la cosa—. No voy a dejarte.
No le respondí, y él pareció percibir el escepticismo en mi silencio.
Alzó su rostro hasta trabar su mirada en la mía.
—No me voy a ir a ninguna parte. Al menos no sin ti —añadió con más seriedad—. Sólo te dejé porque quería que tuvieras la oportunidad de llevar una vida feliz como una mujer normal. Me daba cuenta de lo que te estaba haciendo al mantenerte siempre al borde del peligro, apartándote del mundo al que perteneces, arriesgando tu vida cada minuto que estaba contigo. Así que tuve que intentarlo. Debía hacer algo, y me pareció que marcharme era lo mejor. Jamás hubiera sido capaz de irme de no haber creído que estarías mejor sin mí. Soy demasiado egoísta. Sólo tú eres más importante que cualquier cosa que yo quiera... o necesite. Todo lo que yo quiero o necesito es estar contigo y sé que nunca volveré a tener fuerzas suficientes para marcharme otra vez. Tengo demasiadas excusas para quedarme, ¡y gracias al cielo por eso! Parece que es imposible que estés a salvo, no importa cuántos kilómetros ponga entre los dos.
—No me prometas nada —mascullé. Si me permitía concebir esperanzas y luego terminaban en nada... eso me mataría. Todos esos vampiros sin piedad no habían sido capaces de acabar conmigo, pero la esperanza haría el trabajo mucho mejor.
La ira brilló metálica en sus ojos negros.
—¿Crees que te estoy mintiendo ahora?
—No. No me estás mintiendo —sacudí la cabeza, intentando pensar en el asunto de forma coherente. Quería examinar la hipótesis de que él me quería, pero sin dejar de ser objetiva, casi de modo clínico, para no caer en la trampa de la esperanza—. Realmente lo crees... ahora, pero ¿qué pasará mañana cuando pienses en todas esas razones que has mencionado en primer lugar? ¿O el próximo mes, cuando Jasper intente atacarme?
Se estremeció.
Recordé otra vez aquellos últimos días antes de que él me dejara, intentando mirarlos desde el punto de vista de lo que me estaba contando ahora. Con esta nueva perspectiva, sus inquietantes y fríos silencios de entonces adquirían un significado diferente si me hacía a la idea de que me había dejado amándome, que me había dejado por mi bien.
—No es como si hubieras cambiado de idea al respecto, ¿a que no? —adiviné—. Terminarás haciendo lo que crees que es correcto.
—No soy tan fuerte como tú pareces creer —comentó él—. Lo que estaba bien o mal había dejado de tener importancia para mí; pensaba regresar de todas maneras. Antes de que Rosalie me comunicara la noticia, yo ya intentaba sobrevivir como podía de una semana a otra, a veces sólo de un día para otro. Luchaba por pasar como pudiera cada hora. Nada más era cuestión de tiempo, y no quedaba ya mucho, que apareciera en tu ventana y te suplicara que me dejaras volver. Estaré encantado de suplicártelo si así lo quieres.
Hice una mueca.
—Habla en serio, por favor.
—Lo estoy haciendo —insistió con la mirada resplandeciente ahora—. ¿Querrás hacerme el favor de escuchar mis palabras? ¿Me dejarás que intente explicarte cuánto significas para mí?
Esperó, estudiando mi rostro mientras hablaba para asegurarse de que le estaba escuchando de verdad.
—Bella, mi vida era como una noche sin luna antes de encontrarte, muy oscura, pero al menos había estrellas, puntos de luz y motivaciones... Y entonces tú cruzaste mi cielo como un meteoro. De pronto, se encendió todo, todo estuvo lleno de brillantez y belleza. Cuando tú te fuiste, cuando el meteoro desapareció por el horizonte, todo se volvió negro. No había cambiado nada, pero mis ojos habían quedado cegados por la luz. Ya no podía ver las estrellas. Y nada tenía sentido.
Quería creerle, pero lo que estaba describiendo era mi vida sin él y no al revés.
—Se te acostumbrarán los ojos —farfullé.
—Ése es justo el problema, no pueden.
—¿Y qué pasa con tus distracciones?
Se rió sin traza de alegría.
—Eso fue parte de la mentira, mi amor. No había distracción posible ante la... agonía. Mi corazón no ha latido durante casi noventa años, pero esto era diferente. Era como si hubiera desaparecido, como si hubiera dejado un vacío en su lugar, como si hubiera dejado todo lo que tengo dentro aquí, contigo.
—Qué divertido —murmuré.
Enarcó una ceja perfecta.
—¿Divertido?
—En realidad debería decir extraño, porque parece que describieras cómo me he sentido yo. También notaba que me faltaban piezas por dentro. No he sido capaz de respirar a fondo desde hace mucho tiempo —llené los pulmones, disfrutando casi lujuriosamente de la sensación—. Y el corazón... Creí que lo había perdido definitivamente.
Cerró los ojos y apoyó el oído otra vez sobre mi corazón. Apreté la mejilla contra su pelo, sentí su textura en mi piel y aspiré su delicioso perfume.
—¿No encontraste el rastreo entretenido, entonces? —le pregunté, curiosa y quizás necesitada de distraerme yo. Me encontraba en serio peligro de que mis esperanzas volvieran. No las iba a poder contener mucho más. Mi corazón latía fuerte, cantando en mi pecho.
—No —suspiró él—. Eso no fue una distracción nunca. Era una obligación.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que aunque nunca esperé ningún peligro procedente de Victoria, no la iba a dejar escaparse con... Bueno, como te dije, se me da fatal. La rastreé hasta Texas, pero después seguí una pista falsa hasta Brasil, y en realidad ella lo que hizo fue venir aquí —gruñó—. ¡Ni siquiera estaba en el continente correcto! Y mientras tanto, el peor de mis peores temores...
—¿Estuviste dando caza a Victoria? —casi pegué un grito en el momento en que encontré mi voz, que se alzó lo menos dos octavas.
Los ronquidos lejanos de Charlie se interrumpieron un momento y luego recuperaron de nuevo su cadencia regular.
—No lo hice bien —contestó al tiempo que estudiaba mi expresión indignada con una mirada confusa—, pero esta vez me saldrá mejor. Ella no va disfrutar del placer de respirar tranquila durante mucho tiempo.
—Eso... eso queda fuera de consideración —conseguí controlarme y recuperar la respiración. Qué locura. Incluso si Jasper o Emmett le ayudaran. Bueno, incluso aunque Jasper y Emmett le ayudaran. Esto era peor que cualquier otra cosa que yo pudiera imaginar; como por ejemplo, a Jacob Black de pie, a corta distancia de la pérfida figura felina de Victoria. No soportaba la idea de imaginar a Edward allí, incluso aunque él pareciera mucho más resistente que mi mejor amigo medio humano.
—Es demasiado tarde para ella. No debí dejar que se me escapara la otra vez, pero ahora no, no después de...
Le interrumpí otra vez, intentando sonar tranquila.
—¿No me acabas de prometer ahora mismo que no me ibas a dejar? —le pregunté, luchando contra las palabras mientras las decía, intentando no dejarlas enraizar en mi corazón—. Eso no es precisamente algo compatible con una larga expedición de rastreo, ¿no?
Él frunció el ceño. Un gruñido lento se le escapó del pecho.
—Mantendré mi promesa, Bella, pero Victoria va a morir —el gruñido se acentuó—. Pronto.
—No te precipites —le contesté mientras intentaba ocultar mi pánico—. Quizás ella no vuelva. Quizás la haya asustado la manada de Jake. En realidad, no hay razón ninguna para ir tras ella. Además, tengo un problema mayor que Victoria.
Los ojos de Edward se entrecerraron, pero asintió.
—Es verdad. Los licántropos son una complicación.
Bufé.
—No estaba hablando de Jacob. Mi problema es bastante más grande que un puñado de lobos adolescentes en busca de líos.
Edward me miró como si fuera a decir algo y luego se lo pensó mejor. Sus dientes sonaron cuando los cerró y habló a través de ellos.
—¿De verdad? —me preguntó—. Entonces, ¿cuál es tu mayor problema? Si el hecho de que Victoria vuelva a buscarte te parece algo irrelevante en comparación, ¿qué puede ser?
—Digamos que es el segundo de mis peores problemas —intenté evadir la cuestión.
—De acuerdo —asintió él, suspicaz.
Hice una pausa. No estaba segura de si podría mencionarlos.
—Hay otros que vendrán a por mí —le recordé con un susurro sofocado.
Él suspiró, pero su reacción no fue todo lo fuerte que yo habría supuesto después de haber visto cómo se tomaba lo de Victoria.
—¿Los Vulturis son sólo el segundo de esos problemas?
—No parece que te preocupen mucho —le hice notar.
—Bueno, tenemos bastante tiempo para pensarlo. El tiempo tiene un significado muy distinto para ellos y para ti, o incluso para mí. Ellos cuentan los años como tú los días. No me sorprendería que hubieras cumplido los treinta antes de que volvieran a acordarse de ti —añadió en tono ligero.
El horror me invadió.
Treinta.
Así que al final, sus promesas no significaban nada en realidad.. Si él pensaba que yo llegaría algún día a cumplir los treinta era porque no podía estar planeando quedarse demasiado tiempo. El dolor hondo que me causó esta idea me hizo comprender que ya había comenzado a concebir esperanzas a pesar de no habérmelas permitido.
—No tienes por qué temer —me dijo, lleno de ansiedad conforme vio que las lágrimas volvían a brotar del borde de mis párpados—. No les dejaré que te hagan daño.
—Mientras estés aquí —y no es que me preocupara mucho lo que ocurriera cuando él se hubiera marchado.
Me tomó el rostro entre sus dos manos pétreas, sujetándolo con fuerza mientras sus ojos de medianoche se zambullían en los míos con la fuerza gravitacional de un agujero negro.
—Nunca te dejaré de nuevo.
—Pero has dicho treinta —farfullé, mientras las lágrimas se asomaban al borde de mis párpados—. ¿Y qué? Te quedarás, pero me dejarás envejecer de todos modos. Muy bonito.
Sus ojos se dulcificaron aunque su boca endureció el gesto.
—Eso es exactamente lo que voy a hacer. ¿Qué otra elección tengo? No puedo estar sin ti, pero no voy a destruir tu alma.
—Y eso es porque... —intenté mantener la voz calmada, pero esta cuestión era demasiado dura para mí. Recordé su rostro cuando Aro casi le suplicó que considerara la idea de hacerme inmortal. La mirada de repulsión que le dirigió. ¿Tenía que ver esa fijación de mantenerme humana realmente sólo con mi alma, o era porque no estaba seguro de que querría tenerme a su lado todo el tiempo?
—¿Sí? —inquirió, esperando mi pregunta.
Sin embargo, le pregunté otra cosa distinta. Casi igual de difícil para mí.
—Pero ¿qué pasará cuando me haga tan vieja que la gente piense que soy tu madre? ¿O tu abuela?
Mi voz temblaba por el espanto, todavía podía ver el rostro de la abuelita en el espejo del sueño. Todo su rostro se había suavizado ahora. Me limpió las lágrimas de las mejillas con los labios.
—Eso no me importa —musitó contra mi piel—. Siempre serás la cosa más hermosa que haya en mi mundo. Claro que... —él dudó, estremeciéndose ligeramente—, si te haces mayor que yo y necesitas algo más... lo comprenderé, Bella. Te prometo que no me cruzaré en tu camino si alguna vez quieres dejarme.
Sus ojos brillaban como el ónice líquido y eran completamente sinceros. Hablaba como si hubiera pasado montones de tiempo reflexionando para trazar ese plan tan necio.
—Supongo que te das cuenta de que al final también me moriré —le exigí.
También parecía haber pensado en eso.
—Te seguiré tan pronto como pueda.
—Ese plan es totalmente... —busqué la palabra correcta— enfermizo.
—Bella, es el único camino correcto que nos queda...
—Retrocedamos un minuto —le dije; enfadarme hacía que me resultara mucho más fácil ser clara, contundente—. Recuerdas a los Vulturis, ¿verdad? No puedo permanecer humana para siempre. Ellos me matarán. Incluso si no piensan en mí hasta que cumpla los treinta —mascullé la cifra—, ¿crees sinceramente que se olvidarán?
—No —respondió despacio, sacudiendo la cabeza—. No olvidarán. Pero...
—¿Pero?
Sonrió ampliamente mientras le miraba con tristeza. Quizá yo no era la única que estaba loca.
—Tengo unos cuantos planes.
—Y esos planes —comenté mientras mi voz se volvía cada vez más ácida con cada palabra—, esos planes se centran todos en mantenerme humana.
Mi actitud hizo que su expresión se endureciera.
—Naturalmente.
Su tono era brusco y su rostro divino mostraba arrogancia. Nos fulminamos con la mirada el uno al otro durante un minuto largo.
Entonces, respiré hondo y cuadré los hombros. Le empujé los brazos para poder sentarme.
—¿Quieres que me vaya? —me preguntó y mi corazón palpitó con fuerza al ver que esa idea le hería, aunque intentaba no demostrarlo.
—No —le contesté—. Soy yo la que se va.
Me miró con suspicacia mientras salía de la cama y deambulaba de un lado para otro de la habitación en busca de mis zapatos.
—¿Puedo preguntarte adónde vas? —inquirió.
—Voy a tu casa —le dije, todavía andando de un sitio para otro a ciegas.
Él se levantó y se acercó a mí.
—Aquí están tus zapatos. ¿Y cómo planeas llegar hasta allí?
—En mi coche.
—Eso probablemente despertará a Charlie —me ofreció la idea como un elemento disuasorio.
Suspiré.
—Ya lo sé, pero para serte sincera, tal como están las cosas, estaré encerrada durante semanas. ¿Cuántos problemas más me puedo acarrear?
—Ninguno. Me echará la culpa a mí, no a ti.
—Si tienes una idea mejor, soy toda oídos.
—Quédate aquí —sugirió, aunque su expresión no mostraba mucha esperanza al respecto.
—Mala suerte, pero ¡adelante! Quédate y siéntete como en tu casa —le animé, sorprendida de lo natural que sonaba mi broma y me dirigí a la puerta.
Él ya estaba allí, delante de mí, bloqueándome el camino.
Fruncí el ceño y me volví hacia la ventana. No estaba tan lejos del suelo y había bastante hierba justo debajo...
—Bien —suspiró—. Te llevaré.
Me encogí de hombros.
—Como quieras. De todas maneras, probablemente tú también deberías estar presente.
—¿Y eso por qué?
—Porque tienes opiniones para todo y estoy segura de que querrás una oportunidad para hacer alarde de unas cuantas.
—¿Opiniones respecto a qué...? —preguntó entre dientes.
—Esto no es algo que tenga ya sólo que ver contigo. No eres el centro del universo, ¿sabes? —en lo que se refería a mi propio universo, quizás, fuera otra cuestión—. Tal vez tu familia tenga algo que decir si vas a conseguir que se nos echen encima los Vulturis por algo tan estúpido como que yo continúe siendo humana.
—¿Decir... sobre... qué? —preguntó, separando cuidadosamente las palabras.
—Sobre mi mortalidad. La voy a someter a votación.

Luna Nueva - Capítulo 21: La Huida

Demetri nos condujo hasta la lujosa y alegre área de recepción. Gianna, la mujer, seguía en su puesto detrás del mostrador de caoba pulida. Unos altavoces ocultos llenaban la habitación con las notas nítidas de una pieza inocente.
—No os vayáis hasta que oscurezca —nos previno Demetri.
Edward asintió con la cabeza y él se marchó precipitadamente poco después.
Gianna observó la capa prestada de Edward con gesto astuto y especulativo. El cambio no pareció sorprenderle nada.
—¿Os encontráis bien las dos? —preguntó Edward entre dientes lo bastante bajo para que no pudiera captarlo la recepcionista. Su voz sonaba ruda, si es que el terciopelo puede serlo, a causa de la ansiedad. Supuse que seguía tenso por la situación.
—Será mejor que la sientes antes de que se desplome —aconsejó Alice—. Va a caerse a pedazos.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que temblaba de la cabeza a los pies, temblaba tanto que todo mi cuerpo vibraba hasta que al fin me castañetearon los dientes, la habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor y se me nubló la vista. Durante un momento de delirio, me pregunté si era así como Jacob se sentía justo antes de transformarse en hombre lobo.
Escuché un sonido discordante, como si estuvieran aserrando algo, un contrapunto extraño a la música de fondo que, por contraste, parecía risueña. El temblor me distraía lo justo para impedirme determinar la procedencia.
—Silencio, Bella, calma —me pidió Edward conforme me guiaba hacia el sofá más alejado de la curiosa humana del mostrador.
—Creo que se está poniendo histérica. Quizá deberías darle una bofetada —sugirió Alice.
Edward le lanzó una mirada desesperada.
Entonces lo comprendí. Oh. El ruido era yo. El sonido similar al corte de una sierra eran los sollozos que salían de mi pecho. Eso era lo que me hacía temblar.
—Todo va bien, estás a salvo, todo va bien —entonaba él una y otra vez. Me sentó en su regazo y me arropó con la gruesa capa de lana para protegerme de su piel fría.
Sabía que ese tipo de reacción era una estupidez por mi parte. ¿Quién sabía cuánto tiempo me quedaba para poder mirar su rostro? Nos habíamos salvado y él podía dejarme en cuanto estuviéramos en libertad. Era un desperdicio, una locura, tener los ojos tan llenos de lágrimas que no pudiera verle las facciones con claridad.
Pero era detrás de mis ojos donde se encontraba la imagen que las lágrimas no podían limpiar, donde veía el rostro aterrorizado de la mujer menuda del rosario.
—Toda esa gente... —hipé.
—Lo sé —susurró él.
—Es horrible.
—Sí, lo es. Habría deseado que no hubieras tenido que ser testigo de esto.
Apoyé la cabeza sobre su pecho frío y me sequé los ojos con la gruesa capa. Respiré hondo varias veces mientras intentaba calmarme.
—¿Necesitan algo? —preguntó una voz en tono educado. Era Gianna, que se inclinaba sobre el hombro de Edward con una mirada que intentaba mostrar empatía, una mirada profesional y cercana a la vez. Al parecer, no le preocupaba tener el rostro a centímetros de un vampiro hostil. O bien se encontraba en una total ignorancia o era muy buena en lo suyo.
—No —contestó Edward con frialdad.
Ella asintió, me sonrió y después desapareció.
Esperé a que se hubiera alejado lo bastante como para que no pudiera escucharme.
—¿Sabe ella lo que sucede aquí? —inquirí con voz baja y ronca. Empezaba a tranquilizarme y mi respiración se fue normalizando.
—Sí, lo sabe todo —contestó Edward.
—¿Sabe también que algún día pueden matarla?
—Es consciente de que existe esa posibilidad —aquello me sorprendió. El rostro de Edward era inescrutable—. Alberga la esperanza de que decidan quedársela.
Sentí que la sangre huía de mi rostro.
—¿Quiere convertirse en una de ellos?
Él asintió una vez y clavó los ojos en mi cara a la espera de mi reacción.
Me estremecí.
—¿Cómo puede querer eso?—susurré más para mí misma que buscando realmente una respuesta—. ¿Cómo puede ver a esa gente desfilar al interior de esa habitación espantosa y querer formar parte de eso?
Edward no contestó, pero su rostro se crispó en respuesta a algo que yo había dicho.
De pronto, mientras examinaba su rostro tan hermoso e intentaba comprender el porqué de aquella crispación, me di cuenta de que, aunque fuera fugazmente, estaba de verdad en brazos de Edward y que no nos iban a matar, al menos por el momento.
—Ay, Edward —se me empezaron a saltar las lágrimas y al poco también comencé a gimotear.
Era una reacción estúpida. Las lágrimas eran demasiado gruesas para permitirme volver a verle la cara y eso era imperdonable. Con seguridad, sólo tenía de plazo hasta el crepúsculo; de nuevo como en un cuento de hadas, con límites después de los cuales acababa la magia.
—¿Qué es lo que va mal? —me preguntó todavía lleno de ansiedad mientras me daba amables golpecitos en la espalda.
Enlacé mis brazos alrededor de su cuello. ¿Qué era lo peor que él podía hacer? Sólo apartarme, así que me apretujé aún más cerca.
—¿No es de locos sentirse feliz justo en este momento? —le pregunté. La voz se me quebró dos veces.
Él no me apartó. Me apretó fuerte contra su pecho, tan duro como el hielo, tan fuerte que me costaba respirar, incluso ahora, con mis pulmones intactos.
—Sé exactamente a qué te refieres —murmuró—, pero nos sobran razones para ser felices. La primera es que seguimos vivos.
—Sí —convine—. Ésa es una excelente razón.
—Y juntos —musitó. Su aliento era tan dulce que hizo que la cabeza me diera vueltas.
Me limité a asentir, convencida de que él no concedía a esa afirmación la misma importancia que yo.
—Y, con un poco de suerte, todavía estaremos vivos mañana.
—Eso espero—dije con preocupación.
—Las perspectivas son buenas —me aseguró Alice. Estaba tan quieta que casi habíamos olvidado su presencia—. Veré a Jasper en menos de veinticuatro horas —añadió con satisfacción.
Alice era afortunada. Ella podía confiar en su futuro.
Yo no era capaz de apartar la mirada de Edward mucho rato. Le observé fijamente, deseando más que nunca ese futuro que nunca ocurriría, que aquel momento durara para siempre o si no, que yo dejara de existir cuando acabara.
Edward me devolvió la mirada, con sus suaves ojos oscuros y resultó fácil pretender que él sentía lo mismo. Y así lo hice. Me lo imaginé para que el momento tuviera un sabor más dulce.
Recorrió mis ojeras con la punta de los dedos.
—Pareces muy cansada.
—Y tú sediento —le repliqué en un susurro mientras estudiaba las marcas moradas debajo de sus pupilas negras.
Él se encogió de hombros.
—No es nada.
—¿Estás seguro? Puedo sentarme con Alice —le ofrecí, aunque a regañadientes; preferiría que me matara en ese instante antes que moverme un centímetro de donde estaba.
—No seas ridícula —suspiró; su aliento dulce me acarició la cara—. Nunca he controlado más esa parte de mi naturaleza que en este momento.
Tenía miles de preguntas para él. Una de ellas pugnaba por salir ahora de mis labios, pero me mordí la lengua. No quería echar a perder el momento, aunque fuera imperfecto, así, en una habitación que me ponía enferma, bajo la mirada de una mujer que deseaba convertirse en un monstruo.
En sus brazos, era más que fácil fantasear con la idea de que él me amaba. No quería pensar sobre sus motivaciones en ese momento, máxime si estaba actuando de ese modo para mantenerme tranquila mientras continuara el peligro, o bien porque se sentía culpable de que yo estuviera allí y no deseaba sentirse responsable de mi muerte. Quizás el tiempo que habíamos pasado separados había bastado para que no le aburriera todavía, pero nada de esto importaba. Me sentía mucho más feliz fantaseando.
Permanecí quieta en sus brazos, memorizando su rostro otra vez, engañándome...
Me miraba como si él estuviera haciendo lo mismo aunque entretanto discutía con Alice sobre la mejor forma de volver a casa. Intercambiaban rápidos cuchicheos, y comprendí que actuaban así para que Gianna no pudiera entenderlos. Incluso yo, que estaba a su lado, me perdí la mitad de la conversación. Me dio la impresión de que el asunto iba a requerir algún robo más. Me pregunté con cierto desapego si el propietario del Porsche amarillo habría recuperado ya su coche.
—¿Y qué era toda esa cháchara sobre cantantes? —preguntó Alice en un momento determinado.
—La tua cantante—señaló Edward. Su voz convirtió las palabras en música.
—Sí, eso —afirmó Alice y yo me concentré por un momento. Ya puestos, también me preguntaba lo mismo.
Sentí cómo Edward se encogía de hombros.
—Ellos tienen un nombre para alguien que huele del modo que Bella huele para mí. La llaman «mi cantante», porque su sangre canta para mí.
Alice se echó a reír.
Estaba lo suficientemente agotada como para dormirme, pero luché contra el cansancio. No quería perderme ni un segundo del tiempo que pudiera pasar en su compañía. De vez en cuando, mientras hablaba con Alice, se inclinaba repentinamente y me besaba. Sus labios —suaves como el vidrio pulido— me rozaban el pelo, la frente, la punta de la nariz. Cada beso era como si aplicara una descarga eléctrica a mi corazón, aletargado durante tanto tiempo. El sonido de sus latidos parecía llenar por completo la habitación.
Era el paraíso, aunque estuviéramos en el mismo centro del infierno.
Perdí la noción del tiempo por completo, por lo que me entró el pánico cuando los brazos de Edward se tensaron en torno a mí y él y Alice miraron al fondo de la habitación con gesto de preocupación. Me encogí contra el pecho de Edward al ver a Alec traspasar las puertas de doble hoja. Ahora, sus ojos eran de un vivido color rubí; a pesar del «almuerzo», no se le veía ni una mancha en la ropa.
Eran buenas noticias.
—Ahora, sois libres para marcharos —anunció con un tono tan cálido que cualquiera hubiera pensado que éramos amigos de toda la vida—. Lo único que os pedimos es que no permanezcáis en la ciudad.
Edward no hizo amago de protestar; su voz era fría como el hielo.
—Eso no es problema.
Alec sonrió, asintió y desapareció de nuevo.
—Al doblar la esquina, sigan el pasillo a la derecha hasta llegar a los primeros ascensores —nos indicó Gianna mientras Edward me ayudaba a ponerme en pie—. El vestíbulo y las salidas a la calle están dos pisos más abajo. Adiós, entonces —añadió con amabilidad. Me pregunté si su competencia bastaría para salvarla.
Alice le lanzó una mirada sombría.
Me sentí aliviada al pensar que había otra salida al exterior; no estaba segura de poder soportar otro paseo por el subterráneo.
Salimos por un lujoso vestíbulo decorado con gran gusto. Fui la única que volvió la vista atrás para contemplar el castillo medieval que albergaba la elaborada tapadera. Sentí un gran alivio al no divisar la torrecilla desde allí.
Los festejos continuaban con todo su esplendor. Las farolas empezaban a encenderse mientras recorríamos a toda prisa las estrechas callejuelas adoquinadas. En lo alto, el cielo era de un gris mate que se iba desvaneciendo, pero la oscuridad era mayor en las calles dada la cercanía de los edificios entre sí.
También la fiesta se volvía más oscura. La capa larga que arrastraba Edward no llamaba ahora la atención del modo que lo habría hecho en una tarde normal en Volterra. Había otros que también llevaban capas de satén negro, y los colmillos de plástico que yo había visto llevar a los niños en la plaza parecían haberse vuelto muy populares entre los adultos.
—Ridículo —masculló Edward en una ocasión.
No me di cuenta del momento en que Alice desapareció de mi lado. Miré alrededor para hacerle una pregunta, pero ya se había ido.
—¿Dónde está Alice? —susurré llena de pánico.
—Ha ido a recuperar vuestros bolsos de donde los escondió esta mañana.
Se me había olvidado que podría usar mi cepillo de dientes. Esto mejoró mi ánimo de forma considerable.
—Está robando otro coche, ¿no? —adiviné.
Me dedicó una gran sonrisa.
—No hasta que salgamos de Volterra.
Parecía que quedaba un camino muy largo hasta la entrada. Edward se dio cuenta de que me hallaba al límite de mis fuerzas; me pasó el brazo por la cintura y soportó la mayor parte de mi peso mientras andábamos.
Me estremecí cuando me guió a través de un arco de piedra oscura. Encima de nosotros había un enorme rastrillo antiguo. Parecía la puerta de una jaula a punto de caer delante de nosotros y dejarnos atrapados.
Me llevó hasta un coche oscuro que esperaba en un charco de sombras a la derecha de la puerta, con el motor en marcha. Para mi sorpresa, se deslizó en el asiento trasero conmigo y no insistió en conducir él.
Alice habló en son de disculpa.
—Lo siento —hizo un gesto vago hacia el salpicadero—. No había mucho donde escoger.
—Está muy bien, Alice —sonrió ampliamente—. No todo van a ser Turbos 911.
Ella suspiró.
—Voy a tener que comprarme uno de ésos legalmente. Era fabuloso.
—Te regalaré uno para Navidades —le prometió Edward.
Alice se dio la vuelta para dedicarle una sonrisa resplandeciente, lo que me preocupó, ya que había empezado a acelerar por la ladera oscura y llena de curvas.
—Amarillo —le dijo ella.
Edward me mantuvo abrazada con fuerza. Me sentía calentita y cómoda dentro de la capa gris. Más que cómoda.
—Ahora puedes dormirte, Bella —murmuró—, ya ha terminado todo.
Sabía que se estaba refiriendo al peligro, a la pesadilla en la vieja ciudad, pero yo tuve que tragar saliva con fuerza antes de poderle contestar.
—No quiero dormir. No estoy cansada.
Sólo la segunda parte era mentira. No estaba dispuesta a cerrar los ojos. El coche apenas estaba iluminado por los instrumentos de control del salpicadero, pero bastaba para que le viera el rostro.
Presionó los labios contra el hueco que había debajo de mi oreja.
—Inténtalo —me animó.
Yo sacudí la cabeza.
Suspiró.
—Sigues igual de cabezota.
Lo era. Luché para evitar que se cerraran mis pesados párpados y gané.
La carretera oscura fue el peor tramo; luego, las luces brillantes del aeropuerto de Florencia me ayudaron a seguir despierta, y también el hecho de poder cepillarme los dientes y ponerme ropa limpia; Alice le compró ropa nueva a Edward y dejó la capa oscura en un montón de basura en un callejón. El vuelo a Roma era tan corto que no hubo oportunidad de que me venciera la fatiga. Me hice a la idea de que el de Roma a Atlanta sería harina de otro costal de todas todas, por eso le pregunté a la azafata de vuelo si podía traerme una Coca-Cola.
—Bella... —me reconvino Edward, sabedor de mi poca tolerancia a la cafeína.
Alice viajaba en el asiento de atrás. Podía oírle murmurar algo a Jasper por el móvil.
—No quiero dormir —le recordé. Le di una excusa que resultaba creíble porque era cierta—. Veré cosas que no quiero ver si cierro ahora los ojos. Tendré pesadillas.
No discutió conmigo después de eso.
Podría haber sido un magnífico momento para charlar y obtener las respuestas que necesitaba. Las necesitaba, pero, en realidad, prefería no escucharlas. Me desesperaba simplemente el pensar lo que podría oír. Teníamos cierto tiempo por delante y él no podía escapar de mí en un avión, bueno, al menos, no con facilidad. Nadie podía escucharnos excepto Alice; era tarde y la mayoría de los pasajeros estaba apagando las luces y pidiendo almohadas en voz baja. Charlar podría haberme ayudado a luchar contra el agotamiento.
Pero, de forma perversa, me mordí la lengua para evitar el flujo de preguntas que me inundaban. Probablemente, me fallaba el razonamiento debido al cansancio extremo, pero esperaba comprar algunas horas más de su compañía y ganar otra noche más, al estilo de Sherezade, si posponía la discusión.
Así que conseguí mantenerme despierta a base de beber Coca-Cola y resistir incluso la necesidad de parpadear. Edward parecía estar perfectamente feliz teniéndome en sus brazos, con sus dedos recorriéndome el rostro una y otra vez. Yo también le toqué la cara. No podía parar, aunque temía que luego, cuando volviera a estar sola, eso me haría sufrir más. Continuó besándome el pelo, la frente, las muñecas... pero nunca los labios y eso estuvo bien. Después de todo, ¿de cuántas maneras se puede destrozar un corazón y esperar de él que continúe latiendo? En los últimos días había sobrevivido a un montón de cosas que deberían haber acabado conmigo, pero eso no me hacía sentirme más fuerte. Al contrario, me notaba tremendamente frágil, como si una sola palabra pudiera hacerme pedazos.
Edward no habló. Quizás albergaba la esperanza de que me durmiera. O quizá no tenía nada que decir.
Salí triunfante en la lucha contra mis párpados pesados. Estaba despierta cuando llegamos al aeropuerto de Atlanta e incluso vimos el sol comenzando a alzarse sobre la cubierta nubosa de Seattle antes de que Edward cerrara el estor de la ventanilla. Me sentí orgullosa de mí misma. No me había perdido ni un solo minuto.
Alice y Edward no se sorprendieron por la recepción que nos esperaba en el aeropuerto Sea-Tac, pero a mí me pilló con la guardia baja. Jasper fue el primero que divisé, aunque él no pareció verme a mí en absoluto. Sólo tenía ojos para Alice. Se acercó rápidamente a ella, aunque no se abrazaron como otras parejas que se habían encontrado allí. Se limitaron a mirarse a los ojos el uno al otro, y a pesar de todo, de algún modo, el momento fue tan íntimo que me hizo sentir la necesidad de mirar hacia otro lado.
Carlisle y Esme esperaban en una esquina tranquila lejos de la línea de los detectores de metales, a la sombra de un gran pilar. Esme se me acercó, abrazándome con fuerza y cierta dificultad, porque Edward aún mantenía sus brazos en torno a mí.
—¡Cuánto te lo agradezco...! —me susurró al oído.
Después, se arrojó en brazos de Edward y parecía como si estuviera llorando a pesar de que no era posible.
—Nunca me hagas pasar por esto otra vez —casi le gruñó.
Edward le dedicó una enorme sonrisa, arrepentido.
—Lo siento, mamá.
—Gracias, Bella —me dijo Carlisle—. Estamos en deuda contigo.
—Para nada —murmuré. La noche en vela empezaba a pasarme factura. Sentía la cabeza desconectada del cuerpo.
—Está más muerta que viva —reprendió Esme a Edward—. Llévala a casa.
No sabía si era a casa adonde quería irme ahora; llegados a este punto, me tambaleé, medio ciega a través del aeropuerto, mientras Edward me sujetaba de un brazo y Esme por el otro.
No estaba segura de si Alice y Jasper nos seguían o no, y me sentía demasiado exhausta para mirar.
Creo que, aunque continuara andando, en realidad estaba dormida cuando llegamos al coche. La sorpresa de ver a Emmett y Rosalie apoyados contra el gran Sedán negro, bajo las luces tenues del aparcamiento, me recordó algo. Edward se envaró.
—No lo hagas —susurró Esme—. Ella lo ha pasado fatal.
—Qué menos —dijo Edward, sin hacer intento alguno de bajar la voz.
—No ha sido culpa suya —intervine yo, con la voz pastosa por el agotamiento.
—Déjala que se disculpe —suplicó Esme—. Nosotros iremos con Jasper y Alice.
Edward fulminó con la mirada a aquella vampira rubia, absurdamente hermosa, que nos esperaba.
—Por favor, Edward —le dije. No me apetecía viajar con Rosalie más que a él, pero yo había causado suficiente discordia ya en su familia.
Él suspiró y me empujó hacia el coche.
Emmett y Rosalie se deslizaron en los asientos delanteros sin decir una palabra, mientras Edward me acomodaba otra vez en la parte trasera. Sabía que no iba a conseguir mantener abiertos los párpados mucho más tiempo, así que dejé caer la cabeza contra su pecho, derrotada, y permití que se cerraran. Sentí que el coche revivía con un ronroneo.
—Edward —comenzó Rosalie.
—Ya sé —el tono brusco de Edward no era nada generoso.
—¿Bella? —me preguntó con suavidad.
Mis párpados revolotearon abiertos de golpe. Era la primera vez que ella se dirigía a mí directamente.
—¿Sí, Rosalie?—le pregunté, vacilante.
—Lo siento muchísimo, Bella. Me he sentido fatal con todo esto y te agradezco un montón que hayas tenido el valor de ir y salvar a mi hermano después de todo lo que hice. Por favor, dime que me perdonas.
Las palabras eran torpes, y sonaban forzadas por la vergüenza, pero parecían sinceras.
—Por supuesto, Rosalie —mascullé, aferrándome a cualquier oportunidad que la hiciera odiarme un poco menos—. No ha sido culpa tuya en absoluto. Fui yo la que saltó del maldito acantilado. Claro que te perdono.
El discurso me salió de una sensiblería bastante empalagosa.
—No vale hasta que recupere la conciencia, Rose —se burló Edward.
—Estoy consciente —repliqué; sólo que sonó como un suspiro incomprensible.
—Déjala dormir —insistió Edward, pero ahora su voz se volvió un poco más cálida.
Todo quedó en silencio, a excepción del suave ronroneo del motor. Debí de quedarme dormida, porque me pareció que sólo habían pasado unos segundos cuando la puerta se abrió y Edward me sacó del coche. No podía abrir los ojos. Al principio, pensé que todavía estábamos en el aeropuerto.
Y entonces escuché a Charlie.
—¡Bella! —gritó a lo lejos.
—Charlie —murmuré, intentando sacudirme el sopor.
—Silencio —susurró Edward—. Todo va bien; estás en casa y a salvo. Duérmete ya.
—No me puedo creer que tengas la cara dura de aparecer por aquí —bramó Charlie, dirigiéndose a Edward. Su voz sonaba ahora más cercana.
—Déjalo, papá —gruñí, pero él no me escuchó.
—¿Qué le ha pasado? —inquirió Charlie.
—Sólo está extenuada, Charlie —le tranquilizó Edward con serenidad—. Por favor, déjala descansar.
—¡No me digas lo que tengo que hacer! —gritó Charlie—. ¡Dámela! ¡Y quítale las manos de encima!
Edward intentó trasladarme a los brazos de Charlie, pero yo me aferré a él usando mis tenaces dedos. Sentí cómo mi padre tiraba de mi brazo.
—Déjalo ya, papá —conseguí decir en voz más alta. Me las apañé para mantener los párpados abiertos y mirar a Charlie con los ojos legañosos—. Enfádate conmigo.
Estábamos en la puerta principal de mi casa, que permanecía abierta. La capa de nubes era demasiado espesa para determinar la hora.
—Puedes apostar a que sí —prometió Charlie—. Entra.
—Vale. Bájame —suspiré.
Edward me puso de pie. Sabía que estaba derecha, pero no sentía las piernas. Caminé con dificultad, hasta que la acera giró de pronto hacia mi rostro. Los brazos de Edward me atraparon antes de que me diera un buen trompazo contra el asfalto.
—Déjame sólo que la lleve a su cuarto —pidió Edward—. Después me marcharé.
—No —grité, llena de pánico. Todavía no había conseguido mis respuestas. Debía quedarse al menos hasta ese momento, ¿no?
—No estaré lejos —me prometió Edward, susurrándome tan bajo al oído que no había ni una posibilidad de que Charlie pudiera haberlo oído.
No escuché la respuesta de Charlie, pero Edward entró en la casa. Mis ojos sólo aguantaron abiertos hasta las escaleras. La última cosa que sentí fueron las manos frías de Edward mientras me soltaba los dedos, aferrados a su camisa.